Singular, divertido y bastante arriesgado, este nuevo film de Víctor Laplace como director juega con el absurdo y el humor negro para combinar –y lo consigue- el chiste más directo con la reflexión más discreta. Todo, gracias a la adaptación, bien aireada y enriquecida, de una obra de Rafael Bruza, “Niños expósitos”, donde dos grandulones siguen siendo monaguillos como cuando eran huerfanitos recogidos por el cura de una parroquia perdida. Ahora el cura está más que viejo y ellos, para poder independizarse, deciden sacárselo de encima, dándole con la cruz del altar, con una hostia envenenada, lo que sea. Por supuesto, el viejo parece más indestructible que la vieja que hacía Pepe Soriano en “La nona”.
Así, por el camino del absurdo, el crimen imperfecto, los sentimientos culposos y la pintura medianamente sutil de pecados y anquilosamientos clericales, se va llegando a la redención de los dos personajes, el logro de propósitos más nobles, como abrir las puertas de la iglesia en todo sentido, y el final feliz. Ciertas reflexiones quedan para la salida. Gastón Pauls y el tandilense Javier Lester (atención a la escena en un banco de plaza con Paula Sartor) son los monaguillos, Laplace es el cura decrépito farfullando latinajos, Puerto Esperanza y la capilla de Puerto Bemberg, allá en Misiones, son los lugares paradisíacos donde todo transcurre. Muy agradable la música de Damián Laplace, con predominio del arpa, y digna de elogio la adaptación de Leonel D’Agostino, con la colaboración de Dieguillo Fernández.