Eustaquio (Gastón Pauls) y Heriberto (Javier Lester) son dos acólitos que ya andan por la cuarentena y siguen viviendo en el convento en el que crecieron, criados por el padre Roberto (Víctor Laplace), al que ahora cuidan. Se supone que el anciano cura está en los años finales de su vida, pero no muere. De modo que sus protegidos están estancados: no pueden hacerse cargo de la iglesia. Entonces deciden tomar el asunto en sus manos.
Basada en una obra de teatro (Niños expósitos, de Rafael Bruza), El plan divino empieza como una comedia inocente, con un humor casi infantil. Al estilo del Coyote con el Correcaminos, los jóvenes van urdiendo tretas para deshacerse del viejo, pero por uno u otro motivo sus proyectos fracasan. A estos tropezones se suman los de Heriberto con María (Paula Sartor), una feligresa por la que quiere dejar la vida religiosa.
Hasta ahí, nada extraño: una película más que naufraga en su intento de causar gracia, merced a sus gags antiguos y actuaciones caricaturescas. Pero a medida que transcurre, el tono se va oscureciendo: resulta que detrás de este afán asesino de Eustaquio se esconde algo más que el deseo de quedarse al frente de la iglesia. Y entonces lo que hasta ese momento era una comedia fallida se convierte en algo revulsivo en el peor sentido.
A la remanida pregunta acerca de cuál es el límite del humor, la respuesta es que no existen tales límites. Pero la letra chica debería decir que para abordar temas delicados hay que tener un talento al borde de la genialidad. Si no, como un chiste desagradable en un velorio, la broma se transforma en exabrupto.