La ópera prima de Rodolfo Carnevale -sin vínculo sanguíneo con su colega Marcos- se propone, desde su misma génesis, divulgar sobre el autismo y los pesares no sólo de quien lo sufre sino también de su entorno. Allí están, entonces, la madre (Patricia Palmer), el padre (Eduardo Blanco) y el hermano menor (Tupac Larriera), todos girando en derredor de la enfermedad de la hija mayor, Pilar (Ana Fontán).
No hay nada malo per se en la construcción de una historia como objeto pedagógico. El problema es cuando esa decisión nubla el mínimo cuidado requerido por las formas: el cine exclusivamente como vehículo antes que como expresión. Y ese es justamente el pecado principal -y letal- de El pozo, una película mal actuada (los llantos de la Palmer), construida casi en totalidad en primeros planos, narrada sin una escena de transición (los personajes siempre están “ahí”, nunca llegan, nunca se van, nunca caminan), repleta de subrayados sonoros (la música, voces en off) y que incluso esboza una línea argumental sobre el abuso sexual que, claro está, nunca se desarrolla.