Un film con las mejores intenciones
El cine como propósito didáctico explorando una historia compleja donde el autismo que padece Pilar (Ana Fontán) repercute en una familia. El cine buceando en el territorio de la medicina y escarbando en un drama familiar de acuerdo a las ideas y vueltas de los padres de Pilar (Eduardo Blanco y Patricia Palmer) y en la alterada paz interior de su hermano menor (Tupac Larriera).
Una película como El pozo, opera prima del platense Rodolfo Carnevale, no merecería discusión alguna si no se tratara, simplemente o más que eso, de una película, una representación cinematográfica sobre un tema por primera vez abordado en la pantalla nacional.
Es que la puesta en escena de El pozo es refractaria de la televisión de los años ochenta (los ecos de Nosotros y los miedos y Compromiso resuenan con bastante fuerza) donde los conflictos aparecían “afuera” para ser analizados por un espectador/televidente presto al debate y la discusión. En ese sentido, el personaje de Pilar “actúa” en un mundo paralelo, exhibido de manera enfática y sin misterios por la película, un universo ajeno al de la descomposición familiar y a las decisiones que tomarán sus padres. En efecto, ese mundo propio y personal de Pilar está mostrado de manera “realista” porque así es el autismo, donde la película no deja ningún enigma suelto a través de imágenes y contenidos que se subrayan como si se tratara de un manual de medicina avanzada sobre un tema tan doloroso y de imposible curación. Por lo tanto, en la segunda mitad de El pozo desfilarán los guardapolvos blancos y las internaciones para la protagonista y hasta la posibilidad de que Pilar encuentre a un semejante.
El pozo, intenciones aparte, articula su discurso desde los lugares comunes y las secuencias de inmediato impacto, emotivas y repletas de didactismo médico y familiar. Tan cerca de la verdad absoluta, tan lejos del lenguaje cinematográfico.