Una lección de vida
Crudo drama sobre el autismo. Su valor didáctico supera al cinematográfico.
Primero: el mayor respeto a Rodolfo Carnevale, por su coraje y honestidad para hacer una película –tarea siempre titánica- desde el dolor íntimo.
El pozo , basada en su vida, gira en torno de la historia de su hermano (en esta ficción, una chica llamada Pilar) con autismo y un retraso mental. La finalidad principal del realizador fue crear conciencia. Si la crítica se limitara a juzgar este objetivo, la película merecería la calificación más alta.
Pero, en el plano meramente cinematográfico, El pozo es irregular. Sus elementos son: una base de realismo crudo (por momentos, de trazos demasiado gruesos), un salpicado de secuencias fantasioso/subjetivas (en las que se transmite lo que siente Pilar a través de imágenes oníricas) y una resolución muy subrayada, moraleja para el alivio y el objetivo didáctico.
En la primera parte, el filme se centra en el desgaste familiar. Eduardo Blanco interpreta al padre, un hombre agotado, evasivo, convencido de que el mal menor es internar a Pilar. Patricia Palmer es la madre, que suprime su vida para entregarse al cuidado de su hija. Su otro hijo es un adolescente que oscila entre la angustia, la vergüenza y la culpa. Otro eje del filme.
En la segunda parte, menos consistente, crece otro personaje: un joven con parálisis cerebral, con el que Pilar irá vinculándose en un centro de tratamiento. En su intención por mostrar la realidad sin rodeos, Carnevale toma decisiones discutibles, como exhibirlo a él con los pantalones manchados de excremento, o a ella en brote, mientras la cámara baja hacia su entrepierna ensangrentada para mostrar lo que Pilar no comprende: que acaba de indisponerse.
Hay líneas no sostenidas, como la de un enfermero (Juan Palomino) en una actitud que sugiere abuso, y excesos retóricos. Aclaremos: nadie cuestiona lo que se muestra sino, en todo caso, cómo se lo hace. Cuestiones de cine. El resto es noble, indiscutible.