Francia bien ya podría erguirse como usina de un hipotético género denominado "cine de desempleo". Al igual que películas como Recursos Humanos, El empleo del tiempo (ambas de Laurent Cantet) o El adversario (Nicole García), el film de Brizé sigue las penurias de un hombre de mediana edad ante la pérdida de su trabajo. En este caso se trata de Thierry (Vincent Lindon), desocupado hace algunos meses y encargado de mantener a su mujer y a su hijo discapacitado.
Dirigido también por Brizé en Algunas horas de primavera, Lindon vuelve a encarnar a un personaje aplomado, con un rostro -favorecido por numerosos primeros planos- que parece comprender mucho más de lo que dice. Mientras intenta reinsertarse en el mercado laboral, Thierry muestra una entereza notable: es humillado en un par de entrevistas, hace cursos de nula utilidad, tiene que soportar sugerencias cuando solicita un préstamo bancario y hasta fracasa en la venta de una casa de fin de semana destinada a "parar la olla". Así y todo, no está dispuesto a arrodillarse ante nadie.
Finalmente, nuestro hombre conseguirá un empleo como vigilador en un hipermercado, donde tendrá que exponerse a evitar robos de mercadería, incluso por parte de ancianos ("Los ladrones no tienen ni edad ni color", le advierten), o denunciar a algún empleado que se queda con un vuelto. Estas situaciones, en las que el acusado es interrogado en un estrecho cuatro de servicio, son exhibidas a través de planos secuencia que las tornan tan asfixiantes como patéticas.
El precio de un hombre, aunque no aporte una visión distinta que sus "antecesoras", no deja de interpelar acerca del drama personal de la desocupación, la precariedad laboral, la doble moral de los empleadores y la conservación de la dignidad. La escena final, fuera de cualquier justicia poética, es tan honesta como el resto de la película.