"El ritual del alcaucil", la vida cerca del cementerio
En un documental que va deslizándose de lo abstracto y fantasmal a realidades bien concretas, la realizadora entrega un apasionante tejido de imágenes con centro en Villa Corina.
Como si se tratara de una mirada capaz de atravesar el mundo físico para revelar otros, ocultos de la vista, el documental El ritual del alcaucil, de Ximena González, agrupa un puñado de historias que atraviesan el tiempo y el espacio y se relacionan entre sí con vitalidad. La elección de esa última palabra puede resultar paradójica, sobre todo si se tiene en cuenta que dichos relatos tienen un universo de origen en común: se desarrollan (o tuvieron lugar) en el barrio que ocupan dos cementerios, el Municipal de Avellaneda y el Israelita, en el corazón de Villa Corina. Es en torno a sus presencias que se organiza la vida de los vecinos de la zona, cuyas memorias se encuentran atravesadas de manera inevitable por el ritmo y el tono que ambas instituciones le imprimen a la vida cotidiana del lugar.
Como si se tratara de un agujero negro o de un maelström poeiano, los dos cementerios funcionan como centros de energía que se devoran la existencia de lo que los rodea. Así lo confirman las voces en off de varios vecinos mayores, quienes recuerdan incluso la forma en que estos fueron avanzando sobre el espacio urbano, haciendo que en la actualidad haya nichos y bóvedas donde antes había casas de familia. Las voces llegan desde fuera del cuadro y le van dando forma a una construcción colectiva, cuyo recorrido traza un mapa del pasado que rescata del olvido los nombres de vecinos que hace tiempo dejaron Villa Corina, para mudarse a su morada definitiva, fuera de este mundo.
Parece un acierto que de entrada González evite ponerle un rostro a esas voces. En su lugar, la directora se toma el tiempo para realizar un tejido de imágenes, priorizando el trabajo sobre texturas visuales antes que con figuras concretas. Las miradas que la cámara va registrando a través del bisel de un cristal, de diferentes objetos traslúcidos o de reflejos sobre superficies pulidas, entre otros artilugios, tienen como fin articular un paisaje abstracto y fantasmal, que de a poco comenzará a persistir en la búsqueda de lo concreto. Un recorrido similar es el que realizan los relatos.
Al principio, las historias que cuentan los viejos vecinos parecen tener a la nostalgia como emotivo denominador común, que los envuelve con la vaporosa (y engañosa) idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Un sastre cuenta de cuando, hace muchos años, recibió el encargo de diseñar el vestuario de unos monos de circo. Una mujer habla de cómo aprendió a curar el mal de ojo y otras maldades por el estilo. Un viejo cantante se lamenta de su dificultad actual para afinar. Pero pronto las vaguedades comenzarán a cederle el lugar a presencias de formas más definidas, que empiezan a filtrarse por las rajaduras que los propios relatos van abriendo.
El quiebre definitivo llega al promediar el film, a través de un par de escenas que como médiums unen dos mundos que no suelen cruzarse. En la primera, un grupo de chicos espía hacia adentro del cementerio. Solo se los ve de espaldas, asomados entre los ladrillos de una pared, imaginando ver ahí dentro sombras que se mueven, ruidos inexplicables, cuchillos cerca de alguna tumba e incluso pedazos de cuerpos surgiendo de la tierra. A partir de una gran ternura, la escena pone en acto la creación de una fantasía con inesperadas ramificaciones en la realidad y en la película.
Enseguida, un grupo de parroquianos intercambian chistes y cantos en una fonda obrera, pero la escena se volverá fantasmagórica de forma gradual, apoyada por un oportuno trabajo sonoro. A partir de ahí será otro pasado el que ocupe el centro de la escena, uno que ninguno de los involucrados recuerda con gusto. El mismo tiene que ver con el destino de varios vecinos jóvenes durante la dictadura y con el uso atroz que en esos años se le dio al cementerio de Avellaneda. Que González haya decidido intercalar entre esos relatos de horror los juegos que realizan los chicos del barrio –algunos no exentos de una versión más cándida del espanto- revelan lo familiar que puede volverse lo monstruoso si se convive con él.