La odisea de los giles. El robo del siglo. Dos grandes títulos del cine nacional contemporáneo que tienen un elemento en común: los bancos como blanco certero. ¿Estamos ante un acto de justicia cometido por un émulo de Robin Hood del siglo XXI?
La primera fue una adaptación de una novela de Eduardo Sacheri que ficcionaba un hecho tristemente célebre para nuestro país como la debacle económica acontecida a las puertas del nuevo milenio. En cambio, “El robo del siglo” adapta un ejercicio literario de Rodolfo Palacios recreando de forma pormenorizada (en créditos de guión figura el aporte de uno de los delincuentes implicados en el caso) los hechos que precedieron al robo y el desarrollo del golpe en sí, acontecido en enero de 2006, en la sucursal del banco Río de Acasusso.
El prolífico y versátil director argentino Ariel Winograd sabe de robos (se recuerda su inspiradísima “Vino para robar”, 2013), y ratifica su valía al colocarse al frente de tan ambicioso proyecto. Una sobrada muestra de que nuestra industria cinematográfica (sustentada en labores de producción y financiación por gigantes empresas de calibre internacional) puede realizar un cine de género con absoluto despliegue y precisión técnica, sin nada que envidiar a la típica vertiente de ‘heist movies’, tan populares en el cine de Hollywood. Pensemos en “Tarde de perros”, una joya de Sidney Lumet estrenada en 1975 y epítome de los films centrados en asaltos a entidades bancarias, y de allí a la más reciente “Inside man”, de Spike Lee (2006).
Winograd, que se ha mostrado efectivo en el género de comedia (“Mamá se fue de viaje”, 2017) sabe combinar registros narrativos con absoluta naturalidad. Es por ello, que el presente relato está teñido de la típica picardía argenta que ensalza el ingenio de estos cerebros del hampa, prestos a dar el golpe perfecto, minimizando todo daño posible y garantizando la seguridad de los clientes bancarios bajo un fino entramado que pergeña el tan mentado golpe perfecto y el cual incluye un estudio de observación que no escapa a la obviedad y los lugares comunes). Si bien la historia se basa en un caso de magna repercusión, no adelantaremos pormenores del desarrollo de la misma.
Un sólido elenco forma parte del reparto (Rafael Ferro, Mariano Argento, Pablo Rago, Magella Zanotta), si bien el peso actoral recae sobre dos figuras tan enormes y dúctiles como Guillermo Francella y Diego Peretti. Manejando con absoluta sapiencia los dobleces de una personalidad tan mitómana como megalómana, Francella se pone en la piel del experimentado ladrón de guante blanco y financista del proyecto. Cuando la trama lo requiere, Winograd sabe darle rienda suelta al máximo capocómico de nuestro medio audiovisual, sin miedo a despojarse del disfraz actoral que todo personaje predispone, mostrando la auténtica naturaleza de un comediante nacido para hacernos reír. Y el rey de la comedia hace lo que mejor sabe, recurriendo a latiguillos y gestualidades marca registrada. Bocadillos puestos a tiempo aseguran la carcajada, exprimen al máximo la ironía y otorgan frescura a la trama policial.
Su compañero de hazanas fuera de la ley es el formidable Diego Peretti, en la piel del ideólogo del plan. Cuando el personaje de este auténtico actor fetiche de Winograd se pone existencial y cavila acerca de su verdadera vocación y destino de vida, revela su intención a un psicoanalista en quien confía el secreto profesional bajo siete llaves. Luego, vivencia una autentica epifanía a las puertas de un viejo y querido videclub (homenajes a “Citizen Kane”, “Ladrones bicicletas” y “Casablanca”, incluidos). Más tarde, tendrá una segunda revelación, contemplando las estrellas en companía de su inseparable joint. La versión fumona de Peretti es una delicia de comicidad. Una vez puesto en marcha el plan, consciente o inconscientemente, el espectador se pondrá del lado de estos delincuentes que ya compraron nuestra simpatía. Eso dice mucho de nosotros como sociedad, ¿cierto?
Diatribas morales aparte, Winograd maneja los hilos del suspenso de una tensa negociación policial que no evita hacer referencia al lugar de flaqueza que quedó sometida la fuerza luego de la masacre de Ramallo en 1999. Allí aparece un negociador (el impecable Luis Luque), un jefe de operativo (un desdibujado Fabián Arenillas) y un patético fiscal (el histórico Mario Alarcón). Todo intento será en vano. La fuga será inevitable, aunque cuestionable la decisión poco acertada de no ‘guardarse’ lo suficiente, sellando un destino tras las rejas. Bastó una mujer despechada (cuando no, un ‘lío de polleras’ echando por tierra un plan que se gestó con paciencia de orfebre).
Un cartel dejado por los delincuentes se convirtió en leyenda, ilustrando de forma poética la fina línea que separa la ideología de la apología en la conducta de una sociedad que idolatra a ladrón que roba ¿a ladrón?. El resto fue historia: la cobertura televisiva se hizo eco del efecto en cadena con una masividad propia de nuestros tiempos. Persecuciones y arrestos, condenas mínimas y la recuperación de una suma irrisoria del botín total sustraído. Otra de las tantas inexplicables grietas del sistema judicial de un país que premia conductas deshonestas. Alta suciedad, no se puede confiar en nadie más.