Zona Norte
Hacer una película comercial tiene mucho en común con robar un banco. Ambas disciplinas requieren de una preparación, una ejecución y una posproducción. Un robo hay que pensarlo, planearlo, financiarlo, ponerlo en práctica y saber cómo gestionar lo producido. Igual que una película, un robo tiene un guion y un casting y, aunque el plan sea perfecto, puede fallar por distintas razones. Pero, ante todo, el robo y la película tienen un objetivo común: ganar dinero. El botín o la recaudación aguardan al final del camino.
Cuanto más se las piensa, más similitudes ofrecen las dos actividades. Una vez conocí a un productor francés que la había tenido un éxito descomunal con una comedia para consumo doméstico en su país. Tanto que se retiró a disfrutar de los millones y se dedicaba a colaborar gratuitamente con Unifrance entre otras tareas filantrópicas. “Un solo robo y te retirás”, le dice Peretti a Francella en El robo del siglo. La frase me hizo acordar a aquel productor y a su sonrisa satisfecha.
Otra semejanza es que para robar un banco hay que asegurarse que haya plata en la bóveda. En el caso del cine, hay dos factores que garantizan parcialmente la taquilla: los actores y el tema. Por razones que los sociólogos aun no han explicado (ni siquiera tengo una hipótesis), hay en la Argentina un subgénero que despierta la curiosidad y el deseo de comprar una entrada: es el policial basado en casos verídicos de la Zona Norte del conurbano. Los antecedentes de El robo del siglo son obvios: El clan, basada en los secuestros de la familia Puccio y El ángel, sobre la vida criminal de Carlos Robledo Puch. En cambio, tal vez por transcurrir en Santa Fe, Tesoro mío de Sergio Bellotti (un buen director y un tipo querible que murió joven), basada en el caso Fendrich, el tesorero de un banco que se llevó la plata, no haya sido un film taquillero. O tal vez por no tener un elenco con figuras. O tal vez por no tener una producción, una distribución y un marketing importantes. No sé.
A diferencia de El clan y de El ángel, que tratan sobre asesinos, El robo del siglo comparte con Tesoro mío su carácter incruento. Su éxito desmiente que el interés por el Policial de Zona Norte sea puramente morboso, aunque siempre es interesante para el ciudadano pacífico y cumplidor de la ley la posibilidad de conocer la tentación de su lado oscuro.
El robo al banco de Acassuso fue espectacular y se lo sigue recordando. Y además, en la película actúa Francella. De modo que en la bóveda había plata y la película era un proyecto viable y un gran hit potencial.
Las similitudes entre el cine industrial y el robo de bancos se multiplican en este caso, ya que El robo del siglo trata sobre el robo de un banco. Eso lleva a preguntarse si la película como proyecto y realización está a la altura del acto brillante concebido y perfectamente ejecutado que le da origen. Como diría un ex vicepresidente, la respuesta es negativa. Si bien la fotografía y la dirección de arte ayudan al espectador, el film tiene poca tensión dramática, escenas innecesarias, personajes fallidos, un modo de hablar propio de la publicidad, un tono costumbrista y el humor convencional propio de las comedias argentinas de consumo masivo. Dicho de otro modo, carece de la consistencia y la solidez que tuvo el robo.
Es cierto que tanto el robo como el film tuvieron un resultado feliz. Se recaudó mucho y la mayor parte de la plata no se va a devolver, ni falta que hace. El que los ladrones hayan ido presos durante un tiempo es un detalle menor, como podría ser que la película reciba alguna crítica desfavorable o no se exhibida fuera del ámbito doméstico. El golpe ya está dado.
El parecido más notable entre el robo y la película es que aparentan ser una cosa pero son otra. Quienes planificaron el robo de Acassuso escribieron un guión genial, basado en una sorpresa que el espectador va conociendo de a poco, si es que no se acuerda de algo difícilmente olvidable. Hay dos maneras de robar un banco: a mano armada o entrando clandestinamente en el edificio. La gran idea del robo del siglo (la película la menciona explícitamente) fue simular un asalto a mano armada como pantalla para encubrir un robo boquetero que terminaba en una huida fluvial.
Pero el director Winograd y los guionistas Zito y Araujo tenían un problema: que la idea que articulaba la película era ajena y era imposible encontrar una mejor en referencia al robo. Esto no era Nueve reinas, en la que Fabián Bielinsky (otro director que dirigió policiales y murió demasiado pronto) inventa todo con gran despliegue de talento. Aquí, fueron los ladrones los que inventaron todo. Supongo que los realizadores tenían frente a sí dos posibilidades. Una era intentar una reconstrucción seca y minuciosa, que sostuviera la tensión mediante el apego al detalle. La otra, que fue la utilizada, era darle al robo un paso de comedia, adornarlo con chistes, crear dificultades en la trama producidas por máquinas que no arrancan para lograr (sin éxito) momentos de suspenso o compensar con una hija bonita la ausencia de personajes femeninos. Pero, sobre todo, colocar en el centro del film el histrionismo forzado, televisivo, de los personajes de Francella y Peretti, no solo en detrimento del resto sino sacrificando a la pareja a sus estereotipos: el delincuente profesional, audaz y autoritario, músculo y financiador del atraco por un lado y el cerebro, un artista plástico marihuanero que va al psicoanalista para sentirse limpio y tiene una solución para todo. Mientras los ladrones fueron extremadamente minimalistas y, no solo se rehusaron a usar armas verdaderas porque no las necesitaban sino que utilizaron para engañar a la policía el apego de esta a los clichés del cine y la televisión, el film procede a la inversa y se estaciona en todos los trucos y clichés que le proporciona la industria para halagar al espectador.
Hay un momento en el que la película confronta con su modelo. El asalto requiere de los ladrones que uno de ellos simule negociar con la policía su entrega y la liberación de los rehenes. Es decir, todos tienen que actuar, pero en particular quien debe hablar con el exterior. Allí los dos sistemas, el delictivo y el cinematográfico, se superponen. Francella se entrena entonces tomando clases para sentirse relajado y parecer verosímil. Uno de los momentos más incómodos de la película es aquel en que Peretti le dice que tiene que actuar y Francella hace que se niega con una especie de falsa modestia. Es un chiste interno y un guiño externo, pero deja a la estrella un poco en ridículo por su exhibición de soberbia. Las clases de teatro que toma Francella son la muestra de que Winograd entrega la trama delictiva —que es su verdadero capital— al arte dramático. Es como si quisiera convencerse de que los ladrones necesitan del cine y no a la inversa. Que el mundo es secundario y, en todo caso, puede moldearse a voluntad con los recursos más banales del espectáculo.
Más curiosa que esa confesión de intenciones es la tendencia de El robo del siglo a cubrirse con un discurso moralista. La mencionada terapia limpiadora de culpa a la que acude el personaje de Peretti y su insistencia en que nadie resultará verdaderamente dañado corren parejas con las promesas que el de Francella le hace a su hija de que no va a volver a delinquir. Como si la película tuviera que dejar claro que el crimen es malo y se plegara a una exigencia de buena ciudadanía. Incluso, la defensa que Peretti hace durante todo el film de la marihuana como fuente de lucidez, encuentra al final una frase descalificadora por parte de Francella. Es como si los productores hubieran querido demostrar que es una película sana, como para que no tenga problemas de censura o de calificación.
Otro momento molesto de El robo del siglo es aquel en que Peretti cita (creo que el actor es consciente del cliché y la pedantería y le da un poco de vergüenza) esa frase que se le atribuye a Brecht, pero que seguramente alguien formuló antes. “Más grave que robar un banco es fundarlo”. Tal vez debería ser reformulada de este modo: “Más grave que robar un banco es hacer una película sobre el robo de un banco”. Winograd, como Peretti, debería prometerle a sus hijos que no reincidirá en el crimen. O, al menos, ir al psicoanalista para que lo absuelva. En realidad, tiene derecho. Como los ladrones de Acassuso dejaron escrito preventivamente aunque sin mucha poesía: “En barrio de ricachones, sin armas ni rencores, es sólo plata y no amores.” El cine se parece demasiado a la Zona Norte. Por qué tomárselo en serio.