Esta semana se cumplieron 14 años del famoso asalto al Banco Río sucursal Acassuso (13 de enero 2006), un atraco llamado por escritores, especialistas policiales y hasta por fabuladores de robos perfectos “El robo del siglo”. No por eso se le debería hacer un homenaje a un hecho delictivo, pero en cambio el mito que persiste en el tiempo genera sus fantasmáticos atractivos. Los misterios de aquello sucedido, sus secretos y sus absurdidades son algo meritorio de evocarse y entregarlo a las manos de la bendita ficción y sus pócimas mágicas.
El cine nacional comercial – acompañando también un movimiento ya cimentado por la pantalla norteamericana desde hace años – ha decidido en estos últimos tiempos tomar casos reales, producir sobre el famoso paradigma “basado en hechos reales” y disparar de allí una narrativa ficcional convocante y popular, que propone una adaptación con muchas licencias, muy poco fieles a la veracidad de los hechos, decisión que suele resultar más beneficiosa que perjudicial.
Esta apuesta nueva de Ariel Winograd, es sin duda la más ambiciosa de toda su carrera a la fecha, tanto por su gran modelo de producción, como por el hecho de sumergirse en un nicho muy singular, el de un submundo del policial (en este caso unido de raíz a la comedia) que es el de la narrativa del robo. El robo como la estrella, el robo como la gran coreografía teatral que será el centro de atención del relato. No es la historia de un ladrón, o dos y sus peripecias como en Vino para robar (2013) es la puesta teatralizada (en el marco del lenguaje cinematográfico) de un robo estelar y sus actantes.
Solo nos interesa ver como se despliega la narrativa del robo en la cabeza de sus progenitores, porque el robo es como un relato en sí mismo, un relato imaginado por alguien, un ladrón y no un escritor. Así es que el mismo funciona cual secreto que queremos que se nos vayan revelando de a hilachas, para degustar la fantasía de ver cómo fue tejido su argumento, paso a paso, y como se puso en escena de la mano de sus protagonistas. No importa saber la objetividad de lo sucedido, importa la cocina del ritual de su preparación y verlo ficcionalmente servido en la mesa, como si hubiéramos podido espiar aquel delito que ocupó las primeras planas.
Ante todo El robo del siglo es una comedia, de enredos, grotesca, muy criolla y con todas las licencias y libertades que la comedia le otorga a este nicho de género: la rendición del verosímil, la agilidad narrativa, la falta de fidelidad para documentar, y el gag como punto de costura para hilar todo el relato.
La puesta fotográfica que va de escenas en estudio a decorados reales, donde nos sumergimos en el famoso “boquete” y su recorrido subterráneo, se combina con prolijidad y eficiencia entre las escenas del interior del banco y el despliegue de la calle con el famoso grupo “Halcón” y su mediador, el impecable Luis Luque.
En la cámara y la iluminación se destaca el trabajo intachable del maestro de la luz nacional “El Chango Monti” que con 80 años sigue desplegando su arte y su técnica como pocos.
Dado que la meta de un filme de este corte es una llegada directa a un público masivo, el elenco no podía ser blando o difuso en su estilo actoral, por el tanto la combinación de Diego Peretti como el líder intelectual, psicoanalizado y fumón se potencia junto a Guillermo Francella que la va del ladrón de estirpe, con esa gracia única que le imprime, haciendo de veterano canchero que invierte sus ahorros en esta empresa alocada. Entre ambos arman un buen dueto de comicidad clásica que entre sus remates y sus contra remates, generan una dinámica simple pero efectiva, muy apta para quienes disfrutan del entretenimiento, de las manías y de los estereotipos de un humor local.
Por Victoria Leven
@LevenVictoria