Cuando el cine juega a la poesía
Contar la trama (la anécdota) de El rostro sería reducir los alcances del cine de Gustavo Fontán en general y de este film en particular. Si bien podría decirse que es uno de los films más “narrativos” o “ficcionalizados” de su carrera, eso no significa demasiado: el talentoso director no busca contarnos una historia en términos clásicos o convencionales sino que sigue explorando -con absoluta coherencia y consecuencia- ese universo inasible conformado por los climas, las atmósferas, los estados de ánimo, los sentimientos y -por qué no- el lirismo que puede conseguirse en el arte cinematográfico.
Es probable que una propuesta tan abstracta genere no pocos rechazos en cierto público que necesita explicaciones concretas, que no tenga paciencia para sostener al tempo cinematográfico que propone Fontán, pero si el espectador logra ingresar a y conectar con ese universo la experiencia puede llegar a fascinarlo. En ese sentido, El rostro es una de las películas más logradas y exquisitas de su filmografía.
Un hombre llega navegando a una isla en el Delta del Paraná y, ya en ese destino, comenzará a relacionarse con otros personajes (pescadores de rostros curtidos, mujeres y niños) y, también, con esa naturaleza avasallante de la zona (animales, árboles y, por sobre todo, el majestuoso río).
Fontán es un verdadero artesano y poeta del cine y, para esta nueva y siempre melancólica apuesta, trabaja el blanco y negro en diferentes formatos de registro (desde el Súper 8 hasta el 16mm, pasando por el video), sin diálogos y con un sonido asincrónico que generan extrañas sensaciones a la hora de explorar el pasado y el presente de unos personajes y de su lugar en el mundo. Una experiencia infrecuente. Y muy recomendable.