La nueva película del realizador de EL ARBOL y LA CASA lo muestra ingresando a un universo de personajes que viven en el Delta: un hombre llega con un bote, camina, se establece en el lugar, comparte unos momentos con un extendido grupo familiar y vuelve a partir.
Esa accesible pero a la vez misteriosa cotidianidad está presentada sin diálogos, en blanco y negro, mezclando formatos fílmicos (8 y 16 mm.) y generando una sensación de permanencia, de algo que incluye pasado y presente, como si ese recorrido por el espacio fuera también un recorrido por el tiempo y por el lugar.
La mezcla de formatos y el sonido no sincronizado ayudan a crear la sensación de un “no tiempo” al punto que más que hablar de un documental podríamos hablar de una ficción en la que a partir de acciones cotidianas relativamente intrascendentes se crea, casi, la historia de un lugar en diferentes momentos, como las historias de fantasmas que conviven en el pasado, el presente y, ¿quién sabe?, acaso también el futuro.
Es una belleza inquietante la de EL ROSTRO: la belleza de encontrarse con las delicadas maneras en la que el cine transforma la realidad en un universo misterioso e inexpugnable. La belleza de no saber si un rostro –una persona, un lugar, un universo– es eso que vemos ahí o es otra cosa.