La fragilidad
“…la maravilla del universo arcaico de dobles, fantasmas sobre la pantalla, que nos poseen,
nos cautivan, viven en nosotros”.
Edgar Morin
Me encontré con El rostro por primera vez en el BAFICI, la primera jornada del festival número dieciséis. Fue la cuarta película que vi ese día y, en esa función, para hacer una presentación y compartir un diálogo posterior con el público, estaba Gustavo Fontán. Cuatro años antes, en el Espacio INCAA de Córdoba, Fontán había ido a presentar varias de sus películas y, además, a dar una conferencia sobre su cine, una especie de entrevista abierta. En un momento de la charla, el director contó una anécdota de su infancia. Con su padre fueron a visitar a un vecino medio excéntrico. El hombre tenía dividida la habitación principal con un armario gigante y, cada tanto, mientras hablaba con ellos, se iba detrás del mueble, hacía algo y volvía para continuar la conversación. El diálogo que cerraba la anécdota, un diálogo que el hombre sostenía con su padre y del que el niño era sólo un espectador, tenía un desenlace simpático. Pero lo importante no era tanto ese final sino la conclusión parcial que rescataba el Fontán adulto de la anécdota: el interés que le despertaba la relación entre aquello que veía y aquello que no, era una inquietud estética. En la función del BAFICI, el director respondió las preguntas del público con su lucidez habitual, pero la charla, a causa de la cantidad de gente que había en la sala, no tuvo el mismo grado de intimidad que la que presencié cuatro años antes, frente a un público de diez o quince personas. Sin embargo, a pesar de mi cansancio, entendí que El rostro era una obra maestra, una película que podría emparentar –aunque no del todo- con otra que vi durante esa misma edición del Festival: Costa da Morte, de Lois Patiño.
La opacidad argumental de la película no se puede reducir a dos o tres apuntes, pero podríamos hacer un esfuerzo y decir lo siguiente: un hombre navega en su bote por un río que se parece al Paraná, llega a una isla, se encuentra con algunas personas que lo reciben, come con ellos y reinicia el viaje. No se escucha ni una sola palabra. La única referencia fonética es un silbido anónimo y discontinuo que suena cada tanto, entre el canto de los pájaros, el soplido del viento, el crepitar del fuego y el murmullo del agua. La primera sospecha es que esas personas son parte de su familia y ese escenario una suerte de limbo.
Gustavo Fontán toma algunas decisiones que desmarcan El rostro de sus anteriores películas. Elige filmar con formatos analógicos y frágiles como el 8 mm. y el 16 mm., a los que se agregan imágenes que se desprenden de materiales de archivo registrados en el mismo lugar. Las tres texturas no parecieran habitar el mismo momento. La suciedad de la imagen genera, además, que la dinámica entre lo visto y lo no visto no se establezca sólo a partir de los límites del encuadre sino dentro del plano mismo. En formatos como estos, en los que el grano es demasiado grueso, se nos niega una porción de información visual: es el espectador el que completa los espacios vacíos que la película conscientemente omite, algo que ahora, gracias al hiperrealismo que implica el digital más sofisticado, casi no sucede. La dificultad que encuentra la mirada se acentúa por el movimiento de la cámara o la presencia de ramas, entre otros obstáculos. Se sabe que la cámara en mano, más que emular la visión del ojo humano, revela la presencia de un cuerpo detrás. ¿Pero qué o quién mira a través del lente? Lo que se juega al nivel de las imágenes es una lucha primitiva, previa al cine e incluso a las palabras, entre luces y sombras. El plano fijo aquí no existe, como así tampoco la relación armónica entre planos. El choque entre ellos genera distintas capas, como si Fontán estuviera observando el fluir de una memoria fragmentada. El trabajo que el director hace con el sonido va en esta misma línea: no siempre la banda sonora está hermanada con la imagen, y esa decisión, lejos de generar sólo un contrapunto, expande el universo para que se abran nuevos mundos. El rostro articula una red de pequeños acontecimientos. Es posible que el espectador sienta que la película es tan frágil que si dejara de verla, si dejara de proteger con su curiosidad todo eso que sucede detrás del armario, podría desintegrarse.