Este negro, nihilista e intenso drama de terror del director de “The Lobster” se centra en un cirujano que es víctima de una extraña venganza. Colin Farrell y Nicole Kidman son los protagonistas de esta macabra historia filmada con el particular estilo del cineasta griego.
Dentro de una competencia del Festival de Cannes que se caracterizó por su negritud, el doblete entre las funciones del domingo por la noche de HAPPY END, de Michael Haneke, y EL SACRIFICIO DEL CIERVO SAGRADO, de Yorgos Lanthimos, nos dejó a muchos críticos al borde del hastío o de la crisis nerviosa. Tras la malicia que es marca de fábrica del realizador austríaco, el enfrentamiento con otro estilista de la negrura como es el director griego de THE LOBSTER fue algo que muchos no lograron tolerar. De hecho, a la hora de decidir cuál era el menor de los males, la mayoría parecía quedarse, aún con reparos, con la “sabiduría” del realizador de LA CINTA BLANCA.
No es mi caso. Si bien ninguna de las dos películas –ni sus realizadores– se cuentan entre mis favoritos, el cine que hace el griego me resulta más misterioso, intrigante, inasible. Su nueva película, que transcurre en los Estados Unidos y tiene como protagonistas a Colin Farrell y Nicole Kidman, puede ser igual de cínica y malevolente con sus personajes que las del austríaco, pero hay un código más cercano al cine de género y menos a la “sociología de salón” que me resulta más atrapante y atractivo. Y que, al menos esa es mi sensación, encuadra mejor a la malicia y crueldad de la propuesta. El filme es, después de todo, un filme de horror contemporáneo que transcurre en medio de –sí, otra vez– una disfuncional familia de la alta burguesía.
Farrell encarna a Steven, un cirujano un tanto alienado de su familia, que integran su mujer Anna, una oculista (Kidman), una chica de 14 años y un chico de 12. Pero la relación principal de Steven parece ser con un adolescente, Martin (el aquí escalofriante Barry Keoghan, luego visto en DUNKERQUE), quien lo visita a la clínica en la que trabaja y establece una relación un tanto peculiar con él. A tal punto se mete en su vida que no tiene mejor idea que invitarlo a cenar con su familia. Y allí empiezan los problemas.
Por motivos que al principio no conocemos, Martin empieza a ser cada vez más demandante con Steven, invitándolo a visitar a su propia madre y llamándolo por teléfono todo el tiempo hasta que al médico no le queda otra que dejar de contestarle. Un día, el hijo menor de Steven no puede levantarse de la cama porque está paralizado de las piernas. Nada sale en sus estudios pero no puede caminar. Ni comer. Steven, cirujano, no compra el discurso de que tiene “un problema psicosomático” y le hace miles de estudios. Pero no sale nada. Y ése es solo el principio de los problemas para él y su familia. ¿Qué tendrá que ver en todo esto el misterioso y cada vez más enojado Martin?
Es claro que hay hechos previos que los conectan, secretos que no se han contado y lo que parece ser algún tipo de maldición, brujería o –como dice con extremo grado de ironía uno de los personajes– “una metáfora” en juego. Es evidente que la película entra en un registro de violencia y crueldad que, como muchos filmes de género, funciona de manera metafórica. La visión entre tenebrosa y repulsiva del género humano de Lanthimos es hasta similar a la de Haneke: en ambos casos hay familias de la alta burguesía con secretos horrendos y actitudes deplorables; y en las dos hay adolescentes que lucen inocentes y pueden cometer actos terribles, pero el griego se despega del realismo y entra en una zona de extrañeza que podríamos definir como “cine de autor de género”, en la que se autopostula casi como heredero de Stanley Kubrick.
Es obvio que no le llega ni a los talones a aquel –la forma en la que resuelve los conflictos es tan pasada de rosca que provocó risas y abucheos en la platea–, pero sin dudas logra crear climas inquietantes y generar tensión con sus curiosas elecciones de puesta en escena, especialmente el uso del gran angular, la música y el sonido. Y también por la manera en la que los diálogos están más cerca del absurdo que de cualquier cosa parecida a la realidad. Esa distancia y ese tono hace que su viaje por el universo del dolor, el miedo, la venganza y la muerte sea menos visto como una serie se sentencias sobre el mundo que se le tiran a la cabeza a los espectadores y más como recursos del más puro espanto cinematográfico.