La amenaza invisible
Un plano frontal y directo nos enseña de cerca una operación a corazón abierto. Mientras que unas manos manipulan el latente órgano, la sangre abunda por doquier y una tremebunda música clásica nos ensordece los oídos. No podemos apartar la mirada de esa herida abierta. La explícita intervención de repente se funde a negro, el cuerpo sigue abierto en canal y el espectador ya ha entrado dentro. Así empieza El sacrificio del ciervo sagrado, nueva obra del realizador griego Yorgos Lanthimos.
Nos hallamos ante la que es, quizás, una de las obras moralmente más terroríficas del año. Aunque también es de visión obligada para cualquier cinéfilo que se precie.
El director vuelve a traernos una parábola moral sobre la comodidad de nuestras vidas, las negligencias médicas y el horror disfrazado de cotidianeidad, ya sea por el tratamiento de sus personajes o por el desarrollo de la historia que nos propone. Todo ello aderezado con la tradición literaria de su propio país, algo nuevo en su extravagante cine.
Y es que lo que pretenden sus autores es transmitir toda la crueldad intolerable de una sociedad en la que nos manejamos de manera autómata, sin tomar conciencia de los errores ni los posibles daños colaterales, creando una tensión soterrada que va in crescendo desde el primer minuto de la cinta hasta que aparecen los títulos de crédito.
Steven Murphy es un exitoso cirujano con una vida casi perfecta: tiene a una bella mujer que es oftalmóloga y a dos hijos entregados y estupendos dentro de una bonita casa en uno de esos bonitos barrios londinenses. Todo parece funcionarle a la perfección, como un reloj, pero todos sabemos que tras esas capas de perfección se esconden siempre otras capas invisibles, imperceptibles que son las más cercanas siempre a la verdad.
El director vuelve a traernos una parábola moral sobre la comodidad de nuestras vidas, las negligencias médicas y el horror disfrazado de cotidianeidad, ya sea por el tratamiento de sus personajes o por el desarrollo de la historia que nos propone. Todo ello aderezado con la tradición literaria de su propio país, algo nuevo en su extravagante cine.
Y es que lo que pretenden sus autores es transmitir toda la crueldad intolerable de una sociedad en la que nos manejamos de manera autómata, sin tomar conciencia de los errores ni los posibles daños colaterales, creando una tensión soterrada que va in crescendo desde el primer minuto de la cinta hasta que aparecen los títulos de crédito.
Steven Murphy es un exitoso cirujano con una vida casi perfecta: tiene a una bella mujer que es oftalmóloga y a dos hijos entregados y estupendos dentro de una bonita casa en uno de esos bonitos barrios londinenses. Todo parece funcionarle a la perfección, como un reloj, pero todos sabemos que tras esas capas de perfección se esconden siempre otras capas invisibles, imperceptibles que son las más cercanas siempre a la verdad.
En el arranque de la película vemos cómo el cirujano mantiene una relación inexplicable con Martin, un joven adolescente, a quien le compra café o un reloj caro, e incluso le invita a cenar a su casa para presentarle a toda su familia. Y así sucede, por lo que el espectador descarta otras conjeturas previas que ya había hecho y que Lanthimos logra inculcarle para luego despistarle y finalmente desmontarle.
El director presenta a la sociedad moderna upper-class como un ente compuesto de seres inertes, casi maniquíes, ventrílocuos de nuestros propios sentimientos y de los demás, prácticamente dedicados al comentario de objetos de valor, futilidades y nimiedades, viviendo en casas prefabricadas con vidas y sueños igual de prefabricados. En cada encuadre, además, o línea de diálogo, la decadencia y el hastío siempre están presentes, al menos en la primera mitad de la obra.
Como ya hicieran en sus anteriores y celebradas obras, Lanthimos y su inseparable guionista Efthymis Filippou nos construyen un micro (Canino) o un macrocosmos (Langosta) en los que las leyes de la lógica (bajo el prisma de espectadores, claro está) saltan por la ventana y se crea una propia coherencia interna totalmente absurda y surrealista a las que los personajes viven adheridos. Esa misma lógica es la que les permite el avance a los personajes pero también la que termina por fraguar el desastre.
Por supuesto, en El sacrificio del ciervo sagrado también la lógica imperante es la que hace virar el rumbo y torna un retrato amargo y negrísimo de nuestros días —el macrocosmos— en una suerte de tragedia griega en la que las palabras de Martin, el joven huérfano de padre, funcionan como las profecías de la visionaria Cassandra.
A partir de los fatales vaticinios entramos en ese microcosmos familiar en el que no importa el exterior y todo sucede de puertas para adentro, haciendo que los personajes acaben engullidos por sus propios mecanismos de locura y perversión moral.
Los efectos de la música que acompasa la tragedia de los personajes no es menos brutal: totalmente arbitraria, ensordecedora e inquietante aunque se trate de música clásica. Son el toque final a una obra artesana moldeada con una voluntad de humor negro, malsana y perversa, que funcionan como énfasis de ideas y emociones que van pasando por pantalla.
Desde luego, se trata de una obra que es pura conmoción, pesadilla doméstica y pura teatralización de los acontecimientos mediante unas actuaciones excelentes todas ellas —atención a Barry Keoghan— que aparecen exageradamente gestualizadas, casi robotizadas. Es la manera de Lanthimos de recrear su propia obra escénica y trágica, donde unos personajes no podrán cambiar el curso de los acontecimientos una vez que se ha verbalizado el futuro.