El ciervo es un animal preciado, puro, inocente, emblema de un ser cuasi-divino. Y hay algo de divinidad en la película de Yorgos Lanthimos, que a veces de manera más sutil y en momentos con un trazo decididamente grueso, coquetea con la idea del bien y del mal, y una retribución que queda reservada a los Dioses, y aquí se manifiesta de manera surrealista en la piel de un adolescente con claros problemas psicológicos. Sí, todo es una metáfora, envuelta en simbología por momentos inteligente y por momentos completamente caprichosa. Lo mismo sucede con algunas decisiones estéticas, pero más que nada narrativas, del director de celebrados recientes films como Dogtooth y The Lobster (también con Colin Farrell). Y es que, al igual que en su anterior obra, Lanthimos apela en El Sacrificio del Ciervo Sagrado a una apuesta fría y artificial, que promediando ya la mitad de la película aburre. Los personajes, y principalmente el de Farrell, esbozan sus diálogos como leyendo el guión en voz alta y sin emociones, lo cual no es un error, por supuesto, sino una decisión metafórica e intencionalmente artificial, que termina agotando su recurso rápidamente. Mientras la historia avanza hacia momentos que podrían ser (quieren ser) verdaderamente perturbadores, éstos se pierden en un capricho que impone una distancia al espectador, incapaz de empatizar con tanta superficialidad.
El punto de partida, sin embargo, es por demaás atractivo y siniestro: un cirujano que siente culpa por no haber podido salvar a un paciente, entabla una extraña amistad con el hijo del mismo y termina viéndose envuelto en una trama macabra que lo llevará a tomar una decisión cruenta y absurda, que conviene no adelantar para no arruinar la sorpresa de la película. Así, El sacrificio del Ciervo Sagrado es, de algún modo, el Sophie’s Choice de los surrealistas.
Aún siendo un film que vale la pena ver por su apuesta arriesgada al delirio y lo netamente morboso, El Sacrificio del Ciervo Sagrado comete un pecado que, aunque en parte le juega a favor y permite descomprimir un poco tanta pomposidad, termina impidiendo que lo que es una buena película crezca hacia una gran película: es muy estúpida para ser tan inteligente, y demasiado inteligente para ser así de estúpida. Pero ahí radica, quizás, la marca del autor que, sin el condimento absurdo, terminaría sino siendo apenas una burda imitación de Haneke.