Si hay algo que le gusta al director griego Yorgos Lanthimus es provocar. Basta con ver sus dos películas anteriores —Canino (2009) y Langosta (2015) — para darse cuenta que sus idea de acción y reacción poseen un trasfondo que pueden resultar perturbadores, absurdos y crueles, pero siempre utilizando a la metáfora como un motivo en sí mismo. En El sacrificio del ciervo sagrado (2017) —otra alusión al reino animal, aunque aquí está totalmente justificado— lo hace a partir del primer fotograma. Luego de unos eternos segundos de pantalla en negro, la primera imagen que aparece ante nuestros ojos es el primer plano de un corazón latiendo, dentro del cuerpo de un paciente, con su ritmo acompasado, con los bordes de la herida desflecados, con el instrumental quirúrgico acomodando, removiendo, con la sangre manchando las sábanas del quirófano, es decir, una muestra que anticipa que cualquier cosa puede salir de la mente de este director para que irrumpa en la vida monótona y predecible de una familia burguesa que vive en uno de los tantos suburbios elegantes de los Estados Unidos.
En El sacrificio del ciervo sagrado, y tal como lo hiciera en Canino, también se recrea un mundo cerrado que es “contaminado” por una fuerza externa. Un azote de dimensiones bíblicas que escapa a toda lógica y razón. Y lo curioso es que los protagonistas de dicha hecatombe familiar y emocional actúan como meros espectadores pasivos de su propia debacle existencial. Es como si el exabrupto, el desahogo, la furia descontrolada no sirvieran de nada. Las cartas están echadas, el oráculo ha hablado, de nada sirve lamentarse de forma irracional porque precisamente la razón es la que se encuentra ausente. Algo así sucedía también en Langosta, en donde Colin Farrel —el mismo actor que en El sacrifico del ciervo sagrado— actuaba de manera medida, como si lo que ocurriese a su alrededor no pudiese ser cambiado más allá de ciertas reglas a cumplir.
En este caso toda la familia involucrada parece aceptar el desenlace que va a llegar. No hay forma de escapar a él.
Esto lo sabían muy bien los personajes de los mitos griegos. Algo a lo que Lanthimos apela en esta película: una relectura del mito de Ifigenia, la hija del rey Agamenón quién fue sentenciada al sacrificio por su propio padre para aplacar la ira de la diosa Ártemis quien había montado en cólera porque soldados del ejército de Agamenón habían osado matar a uno de los ciervos de su bosque sagrado. Hubo allí un vaticinio de Calcas, el oráculo oficial que aquí se repite en labios de uno de los protagonistas. He aquí la importancia del oráculo como una sentencia inapelable, que no es otra cosa que una seguidilla de infortunios para aquél que haya cometido algún desliz que provocara la ira de los dioses.
Esto vale aclararlo porque el film de Lanthimos va más allá del fantástico. Si bien las hechos que van aconteciendo a medida que transcurre la historia no tienen una razón lógica, están un paso más allá del mero quiebre de la realidad. Aquí existe una relectura sobre la justicia, ya sea la de los mitos griegos y sus castigos no exentos de perversidad o la bíblica con la cruel sentencia que dictamina que el que a hierro mata, a hierro muere, es decir, la naturaleza humana sometiéndose a la idea que tenemos de un ajuste de cuentas que nos viene dado desde que el mundo es mundo.
Luego de la primera escena del corazón latiendo, vemos al cirujano Steven Murphy (Colin Farrel) caminando por un pasillo del hospital, en donde trabaja con su colega, el anestesista Matthew (Bill Camp), enfrascados en una conversación sobre trivialidades que no concuerdan en absoluto con la operación que acaban de realizar. Una secuencia que nos remite a esa conversación tan fuera de contexto que mantenía John Travolta y Samuel L. Jackson en Pulp Fiction (1994) de Quentín Tarantino en donde hablaban de las “pequeñas diferencias”, precisamente aquellas que tenían los nombres de las hamburguesas Cuarto de Libra de Burger King en Estados Unidos y en París, lo interesante es que esto sucedía antes de que vayan a matar, como buenos sicarios que eran, a una de sus víctimas.
En la película de Lanthimos los médicos no hablan de hamburguesas, hablan de las “pequeñas diferencias” entre una malla de metal y de cuero para un reloj de pulsera. Situaciones comunes de personas acostumbradas a un estilo de vida que a nosotros se nos escapa, de hecho no somos cirujanos, ni mucho menos sicarios, pero este es el elemento cotidiano que le gusta mostrar al director griego. Algo así como la calma antes de la tormenta. Y esa tormenta viene de la mano de Martin (Barry Keoghan) que, tras su padre muerto en la sala de operaciones —Steven fue el cirujano a cargo de la operación— logra entablar una relación con el médico que, como veremos más adelante, se convierte para ambos en una obsesión. Para el médico una expiación a la culpa que arrastra desde esa operación fallida, pero para Martin no es ninguna especie de trastorno psicológico. Es una obsesión que tiene una única meta: entrar en la vida tranquila y sosegada del médico para derrumbar a su familia desde adentro, provocando una implosión que no tenga otra alternativa que una elección. ¿Elección a qué? ¿Elección a quién? Bueno, ese es el momento clave de la historia, es cuando el cirujano va a tener que decidir. El oráculo ha hablado, y lo hizo a través de Martin. “Es lo más parecido a la justicia que se me ocurre”, le dice al médico y “amigo” luego que lo acusara sin ningún tapujo que su padre murió por su culpa, que fue asesinado por haberlo operado en estado de ebriedad.
A partir de entonces, todo se transforma en una pesadilla. Tanto Steven, como Anna (una actuación memorable de la siempre enigmática Nicole Kidman) y sus hijos, Kim (Raffey Cassidy) y Bob (Sunny Suljic) se verán atrapados en un laberinto sin salida. Un símbolo que viene a cuento si hablamos de que todo se parece a una gran tragedia griega. La sentencia está firme, solo resta saber cómo será cumplida para satisfacer la furia divina. En este sentido el papel de Martin (un actor irlandés en continuo ascenso) vendría a ser el de Ártemis. Todo parece ser montado como una gran obra de interpretación. Tanto es así que el propio Martin le dice a Steven, antes de arrancarse un pedazo de carne de su brazo con los dientes, “¿Lo entiendes? Es metafórico. Es simbólico”.
Una toma de posición del director para que su película sea leída en esa clave.
Lanthimos vuelve a incomodarnos con una película que desborda —valga la paradoja— una violencia contenida, en que el terror se visualiza más en el clima logrado que en las actuaciones de los personajes. Un matrimonio de médicos —ella es oftalmóloga— en que ven cómo la ciencia y la razón caen en el precipicio de lo arcano, de lo inefable, de lo ancestral.
Por segunda vez vemos a Colin Farrel en una película de Lanthimos y por segunda vez vemos a la misma dupla de actores —Farrel y Kidman— quienes habían actuado en The Beguiled (2016) de Sofía Cóppola. La fotografía es de Thimios Bakatakis, asiduo colaborador de Lanthimos, ya que fue su director de fotografía en Canino y en Langosta.
La música de El sacrificio del ciervo sagrado es otro de los aciertos de la película. Las partituras de música clásica de Bach y Schubert logran imprimirle un toque de ceremonia religiosa a esas travesías por los pasillos de un hospital que por momentos parecen los mismos —está filmada con el mismo criterio estético que lo hiciera Stanley Kubrick en El Resplandor (1980) — por los que transitaba el pequeño Danny Torrance en el Hotel Overlook.
Y por el otro lado, la atmósfera lograda por Lachey Arts Choir en Carol of the Bells, Sigfried Plam con Cello Concerto y Olen Krysa & Torleif Thedeen con Rejoice terminan por darle el toque terrorífico que impregna gran parte de la película. Una obra por demás oscura, con tintes fantásticos y siniestros, con una angustia que va creciendo en ritmo y con la complicidad de una familia entera en que no tienen más remedio que acatar el sacrificio de una culpa que le es ajena. Otra gran apuesta de este director griego que incomoda con un cine revulsivo, incómodo y totalmente original.