¿Cuánto está dispuesto alguien a sacrificar en contra de aceptar sus propias culpas? Una pregunta que todos pueden hacerse pero que pocos se contestan, o al menos deniegan la existencia de la pregunta. Yorgos Lanthimos es una de las máximas mentes cinematográficas de la actualidad y desde que despertó el interés del público, insertándose inmediatamente a partir de Kynodontas (2009), se ha atrevido a formular las preguntas que nadie quiere oír o responder. Pero en manos del director griego, un más que digno sucesor de Michael Haneke, es casi imposible no hacerle frente a la verdad. Su provocador cine es el espejo ante el que nos vemos y por más duro que sea nos obliga a no apartar la mirada.
Con su nuevo film, The Killing of a Sacred Deer, Lanthimos hace uso del mejor terror psicológico al continuar construyendo su particular estilo en sintonía con la mirada cruenta sobre el ser humano. Perturbadoramente delicioso, el film transmite (e impone) su incomodidad a través de espacios fríos y personajes extravagantes, cuasi autómatas. Desde un primer instante se puede percibir la intranquilidad como atmósfera. La pantalla en negro es invadida por música operística que enseguida da a lugar a los latidos de un corazón que está siendo sometido a una cirugía. Cual director de orquesta el autor marca su tempo audiovisual con elegancia e impresión. Algo que mantendrá a lo largo de todo el film y que es muestra de la genialidad artística con la que logra alterar su ficción y a su espectador.
Paso a paso, o mejor dicho plano a plano, la vida del cirujano cardiovascular Steven Murphy (Colin Farrell) es presentada y desarrollada como una pesadilla sin fin, sensación aumentada por el uso fílmico de grandes angulares que alteran el orden del espacio, construyendo arquitectónicamente los extensos pasillos que recorre. Una calma intranquila que se va acentuando cada vez más desde la composición de la imagen y desde la extrañeza en situaciones que no deberían serlas. Sea desde el comportamiento frío que Steven mantiene con su familia, especialmente por ese deleite cercano a la necrofilia que tiene en la cama con su mujer Anna (Nicole Kidman), o con la amistad malsana que roza el acoso por parte de Martin (Barry Keoghan), el hijo de un paciente que murió en la mesa de operaciones.
El nivel de tensión y suspenso se ve reflejado en lo extraño y perturbador, en la incomodidad como experiencia cinematográfica y en la forma de la “enfermedad” que ataca a su familia cuando los hijos de Steven y Anna pierden la movilidad en las piernas, aparentemente sin explicación alguna. El trastorno es estudiado en la mirada del director como síntoma, como factor de causa y efecto en todo lo acontecido. El hecho de que le suceda a un matrimonio de médicos (Anna es oftalmóloga) refleja la incapacidad de entendimiento y de hacer algo al respecto que escape al raciocinio científico.
Lanthimos altera el orden de lo denominado como normal al brindarle un aspecto cuasi inexplicable pero muy vívido al igual que el mal que aqueja a los niños. Transmite y castiga las culpas de su protagonista a través de la creciente sensación de malestar por la que nos pasea, transformándonos también a nosotros, su público, en víctimas y pa(de)cientes. La enfermedad en forma de obra de arte que no tiene otra cura más que la de experimentarla. Sentirla, vivirla y sobrevivirla. ¿Cómo? Aceptándola al ser consciente de ella, haciéndose cargo sin apartar la mirada. Disfrutando lo extraño, lo perturbador, como parte de todos. Abrazando el cine de este director.