Este es un tiempo para el cine muy claro y cristalino, hay una necesidad, una frase que nos define: ¡estamos hambrientos de autores! Nuevas e intensas propuestas en la sala.
Corre en la sangre de la cinematografía contemporánea una necesidad de que gente brillante o llámese talentosa, creativa sin tapujos o descaradamente audaz nos traiga sus decires, arroje sus fantasmagorías y sus imágenes reveladoras, sus reflexiones existenciales o sus locuras más absurdas en la plenitud casi impune de la pantalla que pide a gritos que no nos olvidemos que está ahí para “generar sentidos”, además de taquilla, y argumentos agotados.
Yorgos Lanthimos hace ya varios años nos noqueó, creo que esa es la palabra, con un golpe certero y nuestros sentidos entraron en shock, gracias a filmes como “Canino” (2009), “Alps” (2011) y más tarde la superlativa “The Lobster” (2015).
Debo confesar que mi recorrido por este realizador griego de tan solo 44 años, ha sido inverso a la cronología de sus obras. Me obsequiaron hace apenas dos años – momento inolvidable– una copia de “The Lobster”. Por razones inexplicables esperé para sacarla de la caja… pasaron meses y finalmente al verla el impacto fue brutal. Su universo distópico, sus solapados cuestionamientos éticos y morales, su filosa crítica a la sociedad y a la perversidad del sistema. Más una jugada despiadada cuando nos deja a la luz como seres incapaces de entregarnos “al otro” más allá de nuestra propia conveniencia, una reverenda patada a la épica del amor y sus derivas.
Los temas no serían nuevos, pero el filo de plata de esa cámara y esa pluma eran atrozmente novedosos. Un modelo de narración con extraños personajes y un singular argumento que pendulaba entre el humor más negro y el sentimentalismo más primitivo. Una alquimia única.
Los actores me resultaban impensables como “buenos” y en cambio Yorgos con su estilo casi Brechtiano de distanciamiento y utilizando el artificio como código de composición de esos seres en ese mundo, logra así armar una coreografía narrativa y actoral totalmente propia. Un resultado perfecto: un autor definiendo sus mundos.
Ese es mi recuerdo y me disculpo por antecederlo al breve análisis crítico del filme que hoy nos convoca, que en parte lleva en su fibra huellas de aquella película a la que referí, pero también el camino de un realizador es como un laberinto de espejos, engañoso y complejo. Y “El sacrificio de un ciervo sagrado” no logra la altura, la profundidad y la solvencia de su anterior filme.
Esta nueva película es provocadora ya que desde su título nos refiere a un ritual donde alguien o algo “inocente” debe morir. Pero como en todo ritual sacrificial los dioses definen al “sacrificado”, el que obviamente debe morir por una causa mayor, por un valor que hay que restituirle al mundo, algo que excede a un solo sujeto.
Por lo tanto como espectadores creyentes de que el título es indicio de algo, estamos consciente o inconscientemente predispuestos a la idea de un acto sacrificial por una suerte de bien común. Pero sabemos que en cine de Yorgos no hay “dioses” y que en sus obras es imposible que un humano pueda ser llamado inocente y deba ser sacrificado para salvar al mundo como en una misión mesiánica ingenua, sino que más bien estamos cerca de ver algo que nos va a perturbar, horrorizar, inquietar o angustiar sin solución alguna.
Colin Farrel es un cardiólogo prestigioso, casado con Nicole Kidman que es una prestigiosa oftalmóloga. Son padres de dos jóvenes hijos, una mujer y un varón. Fuera del círculo familiar solo se nos presenta un joven anónimo, como si fuera un personaje secular pero extrañamente llamativo en la trama para ser tan secundario. Desconocemos su origen y la historia que lo une a Farrel, quien lo trata como a una suerte de hijo adoptivo pero a escondidas de todos, como si los uniera algo secreto e indebido.
El joven anónimo no solo mantiene ese vínculo con Farrel sino que va entrando en el universo familiar poco a poco, por ejemplo entablando un vínculo con la hija del protagonista, a quien seduce no por que ella sea de su verdadero interés, ya que su objetivo final es la de llevar a cabo una venganza.
No vale la pena spoilear la causa de esa venganza, casi absurda, casi inverosímil, y más bien simbólica, porque lo que va a empujar el filme hacia la tragedia es lo que esa venganza pone en juego: el sacrificio del ciervo, matar al inocente para salvar a los demás.
Este núcleo dramático expone un homenaje a la tragedia clásica griega con todos sus simbolismos y significados culturales para occidente. Ya que la película refiere en su drama central al conflicto de la tragedia de Eurípides “Ifigenia en Aulide”. En aquella pieza teatral Agamenón debe sacrificar a su hija para reparar el error cometido con los dioses y restituir la armonía entre la divinidad y los mortales. Pues cuando al sacrificar a una cierva sagrada no la ofrendó a la diosa de la guerra Artemisa, a quien le pertenecía la cierva. Eso despertó la ira de la diosa que le puso como precio a pagar el sacrificio de la vida de su propia hija: Ifigenia, cual cierva sagrada.
No importa cómo termina la tragedia griega pues no es ese el mensaje que elije Yorgos darnos, ni con su ciervo sagrado, ni con el acto del sacrificio y como lo significa y define en su película.
La figura del padre en el filme se presenta como un sujeto todopoderoso, casi un Dios pagano (en vez de Agamenón es Correl) y se exhibe en escena como un sujeto que ha perdido el corazón y quiere resolver tan solo con la razón este desafío en el que debe elegir cual de los miembros de su familia pagará con su vida el precio de aquel ciervo sagrado. Su mujer no actuará como Clitemnestra en defensa de sus hijos sino que siendo ella también una victima posible mostrará sus instintos de supervivencia lejanos a la maternidad y al amor protector.
El punto de la propuesta de esta obra de Lanthimos es como entender los hechos desde el inicio al final, pues no es una película “realista”. Tiene tanto de real como de fantasmático, de fantástico y de intangible que el juego que pone en la mesa en esta suerte de adaptación libre de Eurípides. Es cómo significamos el concepto de “salvación” ¿A través de la culpa? ¿Del castigo? ¿De la liberación?
La trama pone en duda la capacidad de alguien de sacrificar algo para salvar a otros, y deja en evidencia que el sujeto tan solo tiene una pulsión de auto salvación y no más que eso. Si el significado de esta palabra es “consecución de la gloria y bienaventuranza eternas”, este no es el sentido que la película nos ofrece como conclusión sobre el acto de sacrificar.
El final implica tantas interpretaciones posibles como caminos de visualización de esta trama vincular, familiar, y existencial. Quién vive y quién muere no parece ser el punto clave, sino más bien “que mundo queda después de que la teórica salvación se ha llevado acabo, sacrificando a uno por otros”. Una tibia metáfora crítica al principio del cristianismo, ¿qué mundo de “glorias y bienestar” quedó después de que un joven llamado Cristo fue sacrificado por el bien de todos?
El contenido de la trama es ambicioso, denso, perturbador, inquietante. El acto final que es el más intenso del relato se hace desesperante, pues la tensión crece junto con las imágenes de enfermedad y muerte que nos incomodan sin cesar. Pero la extensísima introducción de la primera mitad del filme hace muy morosa la entrada al núcleo dramático más nítido de la película generándonos preguntas inconsistentes, dudas irrelevantes y distractivas, por lo tanto genera climas escénicos que no contienen suficiente solidez y riqueza.
Si hay algo que debo agregar es que me resulta imperdonable que el filoso y corrosivo humor que podría haber circulado en algunos momentos claves de la historia se desvaneció por completo, quitándole a este mundo trágico la capacidad de burlarnos de lo patético y mirar la locura de nuestras contradicciones con el cristal de la absurdidad.
Por Victoria Leven
@victorialeven