A veces la facilidad y la simpleza llevan a lugares mucho más profundos en el arte. Más aun cuando se quiere llegar a como de lugar, forzando el natural fluir de los acontecimientos. Cornelio Porumboiu, uno de los directores de este nuevo amanecer del cine rumano, llega con un planteo sencillo. Un triángulo de personajes metidos en un círculo vicioso, o al menos retroalimentado en forma simbiótica
Adrian (Adrian Purcarescu) tiene varios problemas de bolsillo. El principal es que necesita cubrir los intereses de la hipoteca antes que el banco se quede con su casa: “con esta crisis no hay trabajo. Hago algunas changas nomás.” Un diálogo que ayuda a instalar el contexto socio-político-económico del momento. Todo esto se lo dice a su vecino Costi (Toma Cuzin) como introducción para pedirle 800 euros prestados y así salir del paso.
La justificación de la negativa no convence a Adrian, de que “no tenga el dinero en este momento”, por lo cual vuelve a insistir. Esta vez la solidaridad se disfraza de falsedad, porque en realidad el atribulado hombre quiere ese dinero para poder alquilar un buscador de metales y así desenterrar un tesoro que supuestamente está en una casa que dejaron sus abuelos en épocas de la Segunda Guerra Mundial. Parece que las leyes de tesoros nacionales son estrictas en Rumania, de modo que recurrir a un hombre que tiene el aparato, y además está dispuesto a quebrarla, pone de manifiesto una sociedad (¿moralmente ilícita?) momentánea para llevar a cabo la tarea.
El dinero y las proyecciones con el mismo, de poder conseguirlo, y la falsa sensación de bienestar, accionan en los tres personajes que llegarán a discutir hasta de comunismo. Más allá de la impronta de estos vecinos, el que rompe la hegemonía del tedio es Cornel (Corneliu Cozmei). Muñido de un detector de metales, que ni él mismo entiende cómo funciona, el hombre algo ido o torpe en su registro, cataliza la acción dramática durante el tiempo que convive con el dúo, y por cierto aporta la cuota de humor seco sin el cual sería difícil seguir el relato.
Este guión sólidamente escrito por el director pretende (y logra) indagar sobre algunas condiciones humanas que por estar impregnadas de la situación actual se potencian, o se invierten según la fuerza de convicción, con lo cual “El tesoro” se convierte en una suerte de ensayo social, sin que por esto prevalezca un lirismo exacerbado. Esto es posible al esquivar el facilismo de la posible grandilocuencia que por momentos amenaza con surgir. La sutileza le gana por kilómetros a lo literal, empezando por la lectura que Costi le hace a su pequeño hijo. Leen Robin Hood, pero será en la escena final, de una altura poética notable, cuando cobre sentido esa lectura, aun cuando la primera referencia está en el comienzo. En las primeras líneas de diálogo entre Adrian y el vecino es cuando uno puede relacionar el contexto social de la clásica leyenda inglesa con el actual en Rumania, pues en la época en que ocurre Robin Hood también había crisis, malaria, falta de trabajo y de plata en la clase trabajadora.
El manejo de los silencios en busca del timing de comedia, la dirección de actores, la creación de la simbiosis (aunque se junten el hambre con las ganas de comer), y un tempo aplomado para contar el cuento desafían al espectador
“El tesoro” es más que la historia de dos tipos que buscan la oportunidad de hacer plata fácil para salir de la malaria.
Tal vez en los años por venir podamos tener en el cineasta Cornelio Porumboiu a un cronista de su tiempo. Mientras tanto es un muy buen director que hace muy buen cine.