Lo que guarda el final del arco iris
Un tesoro escondido como móvil para aventuras, disputas, contradicciones. La historia rumana contenida bajo tierra, con personajes decididos a descubrir cuánto hay de verdad. Cannes premió este film por la magistral narración del director.
La búsqueda de un tesoro remite a aventuras, juegos, relatos. El cine la ha abordado desde todas las facetas posibles; entre ellas, con películas que permiten a sus intérpretes (y espectadores) jugar como si fuesen chicos grandes. Allí, por ejemplo, Oro y cenizas (1992), donde Walter Hill actualizaba un mapa con promesa de fortuna entre mafiosos de suburbios. O la anterior y demente Piratas (1986), en la que Roman Polanski le hace comer un ratón al gran Walter Matthau.
En todo caso, el premio que espera a ser encontrado es móvil para el drama. Qué es lo que allí se esconde, entre riquezas y secretos, no puede menos que seducir. Algo así sucede también en El plan perfecto, de Spike Lee, con sus joyas guardadas en un banco, junto al secreto cómplice de empresarios con nazis. Es que a los tesoros se los guarda en esos ámbitos, en los bancos, nunca en casa. Así le dice la madre al hijo en la estupenda El tesoro, del rumano Corneliu Porumboiu, cuyas películas previas, todas estrenadas, el espectador sabrá recordar: Bucarest 12:08; Policía, adjetivo y Cae la noche en Bucarest.
Con su film más reciente, Porumboiu ha sido premiado en el Festival de Cannes en la sección "Una cierta mirada" por su "narración magistral". No es para menos, el realizador rumano posee una comprensión del tiempo cinematográfico que, si bien varía entre sus títulos, sabe dónde y cómo exasperar. Pueden ser momentos muertos, suspendidos en la nada, también llenos de ansiedad. Su cámara nunca se altera, y los personajes explotan por dentro.
En El tesoro, el MacGuffin lo plantea la invitación del vecino: uno apenas conoce al otro, pero entre los dos habrán de unir fuerzas para encontrar un tesoro viejo, apenas contenido en palabras oídas. Allí hay legado familiar, también crisis, régimen comunista, esplendores caídos, fantasmas más o menos aullantes. Ese tesoro podría estar en el terreno que media entre dos casas abandonadas, heredadas por este hombre casi desvencijado, a punto de sucumbir económicamente. Esas casas hablan de otros tiempos. Han sido refaccionadas, remodeladas como bar y club de striptease, con resabios de ladrillos y hierro de cuando eran fábricas.
El recurso es brillante, porque apela a una síntesis histórica, de luces y sombras. Si el tesoro en cuestión posee objetos que daten de tiempos anteriores a la Segunda Guerra, serán de un valor especial. La policía es la custodia de estos descubrimientos, así que más vale ponerla al tanto. Pero estos vecinos -no amigos, sino apenas socios- se ponen de acuerdo para ver cómo salirse con la suya del mejor modo posible.
En este devenir, hay trampas que sortear, que parecen mínimas o ingenuas, pero que construyen de a poco un tejido en donde la hipocresía es moneda de cambio. De alguna manera, todos eligen un camino alterno. Desde este lugar, El tesoro se construye a partir de un guión meticuloso, en donde la suerte que podría guardar el tesoro se justifica pero también se problematiza. Por un lado, porque se condice con el comportamiento de la mayoría: buscar el camino más corto; por el otro, porque las presiones económicas son duras, y cómo no creer en las promesas del final del arco iris.
Por eso, ¿desde dónde cuestionar a los personajes? O también, pensar el film de Porumboiu como la semblanza de una sociedad en donde las decisiones económicas, políticas y personales se imbrican en una homeostasis que necesita, finalmente, de promesas misteriosas, en la forma del mito que se elija, para continuar en sus contradicciones.
Esta aventura -que Porumboiu trata como tal, desde las coordenadas habituales de su cine, sin exitismo ni golpes de efecto, pero con el acento puesto en el desvío de la rutina- convive con la realidad cruda, con la explotación del suelo y la inercia económica de pueblos enteros. Estos datos se cuelan en el film, a través del televisor casual, como comentario irónico: está claro que el televisor no es un lugar a partir del cual soñar, mientras que el cine sí. Con su película, Porumboiu apela a algo ajeno a cualquier programa televisivo, con la tensión puesta en lo que podría pasar si, finalmente, los sueños fuesen ciertos.
La alusión a la tierra muerta de las noticias tiene relación con las bombas inertes que su interior todavía guarda. Pero no es para esto que los socios necesitan del detector de metales, cuyo operador -otro avivado- reparte comentarios que salpican con los de estos otros, particularmente con el más desesperado, el que sospecha y está más ansioso, a quien la plata no le alcanza y está a punto de perder lo poco que tiene. Cuando se localice el lugar dónde cavar, los ánimos comenzarán a estirarse densos, de manera articulada con el atardecer y la noche. Hasta alcanzar planos detalles que den cuenta de la inminencia del desenlace.
Luego, lo mejor. Las posibilidades a desplegar son el momento para el que la película prepara, y el realizador lo tiene bien claro. De paso, dice lo que debe -sin mensajería a domicilio ni moralinas para leer- sobre un sistema financiero de marcas registradas, capaces de provocar la admiración de los desprevenidos mientras se manejan los piolines de un mundo entero.
Pero en verdad, El tesoro es una película sobre la infancia. Hacia allí se dirigen todas y cada una de las paladas de tierra, en procura de ese mundo que alguna vez se habitó. Igualmente, no faltarán los matices, ya que hay que tener claro que se juega a los piratas porque se copia al mundo adulto. Es por eso que hay ciertos gestos que, si se los continúa de por vida, terminan por pegarse al cuerpo.
La película culmina con un plano de cielo en donde el sol -en medio de una plaza, pero en alta mar, ¿por qué no?- supera todas las imbecilidades financieras o cotidianas. Ese sol, y nada más, es la elección final del director, así como la consumación de una puesta en escena magistral.