Capas de la identidad rumana
Por debajo de la engañosa llaneza de la superficie del film de Porumboiu se esconden todo tipo de niveles de lectura, que el espectador deberá ir encontrando paulatinamente, igual que los personajes de la historia van en busca de un ansiado tesoro.
No hay que dejarse llevar por la aparente simpleza de El tesoro, la nueva maravilla del gran director rumano Corneliu Porumboiu, autor de films clave del cine de su país, como Bucarest 12:08 (2006) y Policía, adjetivo (2008). Por debajo de la engañosa llaneza de su superficie, se esconden sin embargo todo tipo de niveles de lectura, que el espectador deberá ir encontrando paulatinamente, un poco de la misma manera en que los personajes del film van en busca de su tan ansiado tesoro.Tres personajes que buscan un tesoro enterrado sirven como reflejo del estado de un país.El punto de partida no podría ser más básico y Porumboiu lo filma también con la mayor de las modestias, con funcionales planos fijos, donde lo importante es la relación de los actores con el reducido, asfixiante espacio que los contiene. Una noche, mientras Costi (Toma Cuzin) le lee una versión de Robin Hood a su pequeño hijo antes de dormir, suena el timbre de su austero departamento. Es Adrian (Adrian Purcarescu), un vecino que viene, sorpresivamente, a pedirle auxilio. No tiene para pagar la cuota de la hipoteca de su unidad y necesita 800 euros. Por supuesto, Costi tampoco los tiene, pero Adrian es persistente y le propone un plan: en su vieja casa familiar de provincia, se supone que su abuelo dejó enterrado un tesoro y si lo ayuda a encontrarlo, la mitad será suyo.Como sucedía en los films previos de Porumboiu, particularmente en Cae la noche en Bucarest (2013), quizá su experiencia más extrema junto con El segundo juego (2014), El tesoro está estructurado a partir de escenas que funcionan a la manera de pequeñas células narrativas autónomas, que se van imbricando unas en otras y van sumando distintas capas de sentido. Pero a diferencia de la aridez formal de esos ejemplos, El tesoro en cambio tiene un tono de comedia farsesca que la hace mucho más accesible y que la emparienta con la celebrada ópera prima de Porumboiu, Bucarest 12:08, donde el realizador también iba hilando con un humor muy cáustico la relación entre presente y pasado, entre la pequeña historia de sus personajes y la gran Historia con mayúsculas de su país.Lo primero que se infiere de la actualidad es que se está viviendo una crisis económica y que los bancos cobran cuotas e intereses usurarios por las hipotecas, al punto de que la única solución posible al problema parece tan irracional como encontrar un hipotético tesoro enterrado en el fondo de una casa. Que esa casa esté ubicada en una región en la que en 1848 se produjo una revolución de ricos terratenientes dispara aún más la fantasía de la fortuna que puede estar esperando a los dos socios circunstanciales. Pero, supuestamente, el abuelo de Adrian ocultó ese tesoro un siglo más tarde, ante la llegada del régimen comunista, para evitar una confiscación que el Estado rumano puede llevar a cabo también hoy, en caso de que considere que el hallazgo sea considerado “patrimonio nacional”. Por eso, el proyecto de Costi y Adrian debe llevarse a cabo en el mayor de los sigilos, casi en la clandestinidad, lo que no los exime del riesgo de ser delatados, una vieja práctica del antiguo régimen que tal parece no se extinguió con la llegada de la democracia y la incorporación del país a la moderna comunidad europea. Finalmente, que el lugar del “crimen” haya sido primero una importante finca familiar, luego durante el comunismo un albergue infantil, más tarde, en los albores de la democracia, un bar con desnudistas, y ahora lisa y llanamente una ruina, sugiere bastante sobre los últimos setenta años de Rumania.¿Y el tesoro? Para encontrarlo, Costi y Adrian contratan de manera irregular (¿hay algo que se haga por derecha en Rumania?) a un veterano operario que llega, a falta de uno, con dos detectores de metales, a cual menos eficiente, y uno particularmente ruidoso cada vez que descubre el más mínimo clavo. Lo que, al suspenso propio y un poco vano de la búsqueda, el film le suma una cuota de incómoda tensión dramática, no exenta de humor absurdo. Considerando que Porumboiu prescinde –como en todas sus películas– de música incidental, su uso del sonido es particularmente valioso, como esas sordas, envidiosas voces en off que se escuchan de unos vecinos, potenciales delatores.Hay infinidad de detalles más que el espectador deberá ir descubriendo y disfrutando en apenas 89 sintéticos minutos –el jefe de Costi, a quien es más fácil mentirle que decirle la verdad; la aparición en escena de la policía; un ladrón a quien unos y otros deciden recurrir–, pero debe decirse que el final no sólo es sorprendente sino de una rara nobleza. En las antípodas del cinismo imperante en mucho cine actual, Porumboiu cierra la película con un gesto de altruismo propio de las lecturas con que el bueno de Costi, sin duda el héroe del film, forja el espíritu y la fantasía de su hijo, con quien simétricamente se abre y cierra el film, como un signo de esperanza. Que un cine de un realismo tan crudo y duro como suele ser el rumano apele, sin traicionarse a sí mismo, a una coda casi de cuento de hadas no es sólo una novedad sino también toda una declaración de principios, un acto de fe en el cine mismo como máquina narrativa.