Cornelio Porumboiu es un genio. Filma cada vez mejor; el suyo es un cine puro, consistente, de una eficacia narrativa notable. Por ejemplo: un auto; en él viajan el padre y su hijo. Plano medio sobre el niño sostenido por un rato y un conflicto en pleno desarrollo: el padre llegó tarde a buscarlo a la escuela. El congestionamiento callejero, aparentemente, lo demoró. Así lo entiende también el niño, pero todavía sigue molesto. ¿Por qué? La conversación que se mantiene en el auto es extraordinaria. Justeza melódica en los diálogos y decisión de registro perfecta sobre cuándo dejar el foco en un personaje o cambiar el ángulo y la perspectiva; la reproducción y la lógica de los giros argumentativos son contundentes, una especialidad de los rumanos en general y de Porumboiu en particular. El quinto plano será un primerísimo plano sobre un libro ilustrado de Robin Hood. Eso que los psicoanalistas llaman el ideal, he aquí un padre que siente y desea ser aquel legendario héroe literario en la representación imaginaria de su hijo. Digámoslo así. Ésta es tan sólo la primera capa de una película que parece sencilla (y lo es), pero que se reserva varias líneas de lectura. En el desenlace, el deseo del padre alcanzará una representación hermosa. Debe ser ese momento una de las escenas más amorosas que se recuerden con niños en el cine reciente. No describo la escena, tan sólo la califico.
La segunda capa de este tesoro concebido por el director de Policía adjetivo consiste en trabajar sobre la crisis europea en su versión rumana convocando tanto al absurdo como a la suerte. Frente a la impotencia de todos aquellos que son víctimas de un sistema que ni siquiera eligen, imaginar la conjura de la miseria por parte de los sometidos proporciona placeres desconocidos. Es tan agradable filmar una fantasía de justicia distributiva. Tanto Costi, el padre del niño, como su vecino, viven y trabajan para pagar sus respectivas hipotecas. Costi, al menos, tiene trabajo y consigue cumplir con el pago de sus deudas, no así el vecino, que le pedirá auxilio económico por unos dos meses para amortizar su déficit. Necesita 800 euros, lo que aquí suena a fortuna. La suma no es inaccesible, pero The Treasure da a entender que ese monto es prácticamente imposible de tener como reserva. La clase media rumana sobrevive. El ahorro es una acción de otro tiempo. Y esto, como corresponde, se ve, no se dice.
Tercera capa narrativa: el vecino volverá a llamar más tarde a Costi para proponerle algo insólito; aparentemente, en el patio de la casa de su madre reside un tesoro escondido. Lo que él necesita y no tiene cómo es alquilar un detector de metales para hallar la caja escondida bajo tierra que albergaría una posible fortuna. ¿Lograrán dar con ella? Y si lo logran, ¿la riqueza será fidedigna o falsa? ¿Podrán quedársela y compartirla? Interrogantes inmediatos que pone en movimiento la propia historia.
El humor de Porumboiu es prodigioso. Éste se predica de una administración del absurdo en situaciones que implican casi siempre la intervención de algún procedimiento institucional. La forma de trabajo es siempre parecida. Una situación problemática menor da inicio al relato, que para resolverse debe pasar por un conjunto de obstáculos menores que constituyen un todo estructural revelador de una idiosincrasia burocrática en la que el impedimento define la naturaleza de los intercambios. De allí no solamente surge el humor sino que también se edifica una yuxtaposición de trabazones que empujan al relato en forma de preguntas y problemas a resolver en etapas. Cada situación que se presenta opera como si se tratara de la resolución de una palabra enrevesada en un crucigrama. En The Treasure primero se necesitan 800 euros, luego se trata de conseguir a alguien que pueda alquilar un detector de metales, inmediatamente todo radica en cómo conseguir un mejor precio para ese cometido, después la cuestión pasará por encontrar la caja misteriosa y corroborar que ésta albergue en verdad el tesoro oculto y prometido. Y, si todo sale bien, ver cómo se resolverá la pertenencia de la riqueza que debe pasar por una instancia de controles estatales. La burocracia es una filigrana que constituye la forma de estar en el mundo de los rumanos. Es así como se escribe e inscribe el argumento, el cual se mueve hacia delante por saltos y pruebas que los personajes deben enfrentar hasta resolver el objetivo inicial por el que se decidieron comprometerse. En este caso, el motivo es doble: cobrar, si existen, una acciones de una empresa alemana, y en el caso de Costi, más allá del dinero, perpetuar el reconocimiento simbólico de su hijo.
The Treasure es absolutamente genial porque sostiene su suspenso diminuto en las derivaciones menos esperadas, un despliegue de anudamientos insospechados. La eficacia narrativa, por otro lado, no conlleva descuidos en el registro y encuadres despreocupados. Los planos generales suelen ser soberbios y la forma elegida para delimitar el espacio de los diálogos de los personajes deriva de una idea de puesta en escena consciente. El trabajo sobre el sonido tampoco es menor y el mejor gag, como si fuera una película de Tati, responde a un efecto sonoro y no lingüístico. Por otra parte, los actores rumanos siempre están perfectos: nunca sobresalen, siempre están con el registro justo y son piezas orgánicas de una trama. ¿Cuál es el secreto del cine rumano? No lo sabemos del todo.
Lo que sí es comprobable es que la invención de las historias que filman nacen de breves anécdotas menores. En lo diminuto de los actos,, los directores rumanos consiguen identificar líneas de experiencias de mayor peso y relevancia que la vida privada y personal. A través de prácticamente nada, de un evento insignificante, son capaces de hacer hablar tanto a la crisis económica como a pretéritos sucesos revolucionarios que aquí remiten incluso a otro milenio. Los rumanos pocas veces subrayan, pero siempre sugieren con elegancia y sequedad cómo toda experiencia humana se puede inscribir en un presente socialmente problemático que no viene de la nada sino de una gran Historia que determina y mueve incluso las ocurrencias menos trascendentes. Pura lucidez la de Porumboriou, capaz de sintonizar con el espíritu de la comedia en una época en que la risa es escasa y se ve desterrada como rebeldía política.