En el país de las armas
Después de su paso por la gobernación del estado de California, Arnold Schwarzenegger, uno de los tantos héroes anabólicos del cine de 1980, vuelve a la pantalla. Es un regreso discreto pero exitoso, una aparición exenta de nostalgia y cálculo. Su papel en El último desafío está entre los mejores del actor austríaco, muy lejos de Conan y Terminator, pues aquí Schwarzenegger alcanza una extraña serenidad del tipo de la que experimentan los últimos personajes de Clint Eastwood. Tal vez la vejez. Solitarios, cascarrabias y, en sus propios términos, sabios.
Si bien los westerns exigen un tiempo pretérito en el que el orden jurídico es débil y las armas constituyen una figura primitiva de justicia, El último desafío es, esencialmente, un western de nuestro tiempo, y de los buenos. Es cierto que no hay caballos sino automóviles, pero está el pueblo, su cantina y los ayudantes del sheriff. Sommerton es un punto perdido en el mapa, un insignificante pueblo estadounidense donde nada pasa excepto el tiempo, pero remite a esa caricatura de polis propia del género. El inicio de la ciudad, del amontonamiento, de la convivencia entre iguales.
El malvado de turno es narcotraficante, un tal Gabriel Cortés; según el agente Bannister del FBI, es tan peligroso como Pablo Escobar. Sentenciado a pena de muerte, en el momento de trasladarlo de una penitenciaria a otra, su "ejército" lo rescatará. Es una secuencia memorable, que incluye un plano secuencia en el que Cortés y tres más se deslizan por unos cables pasando de un edificio a otro. He aquí un coreógrafo del espacio: Kim Jee-woon. El director coreano debuta en Hollywood y deja una huella notable. Está esa escena, pero mejor aún es una persecución automovilística (autos devenidos en caballos) en un campo de maíz. Admirable.
El plan de Cortés es sencillo: escapar a México por el lugar menos plausible (Sommerton). Lo secundan sus fieles cowboys y un arsenal de armas. Pero en Sommerton está el viejo Ray y sus compadres. Son pocos, son más débiles, pero creen que deben hacer lo correcto y han perdido en esta batalla a un compañero querido.
Kim será extranjero pero parece entender a la perfección los códigos del género: el humor, el cariño por los personajes, los enfrentamientos, el duelo final. Y hay un plus sociológico. Con lucidez, Kim descubre en tono cómico una tragedia estructural: como sucedía en el Lejano Oeste, en el país de Lincoln y Jefferson, siglos después, todos llevan un arma. Poco ha cambiado desde entonces; la pólvora es como el dólar: un valor supremo, un dios eficiente, el yudo de los bárbaros.