Las historias de maduración, llamadas para la franja juvenil coming of age, no solo focalizan su mirada en las crisis de la adolescencia y sus cambios. La vida de las personas presenta otros momentos cruciales de metamorfosis aún en escalas más pequeñas pero no por eso menos complejas internamente.
Ubicando la mirada en uno de esos pasajes de cambio y crisis, la realizadora francesa Claire Burger se luce en su opera prima a la hora de elegir las mutaciones en la vida de un hombre de 50 años, Mario, a partir de la partida de quien ha sido su mujer por dos décadas.
A diferencia de muchos relatos donde se narran conflictos familiares y personales que presentan los acontecimientos con el efecto de choque, de golpes duros o de blancos y negros, la historia de Mario y su familia está narrada en grises, en suaves tonalidades que varían de densidad progresivamente, con pasajes sutiles y hasta con cierta ambigüedad. Toda una manera mucho más íntima y cercana a las emociones más reales de la vida, lejos de los filmes del tipo “lecciones de vida” o “como ser buen padre y mejor marido en 10 pasos”.
La película comienza cuando Armelle – esposa de Mario – deja su hogar en pos de definir la relación con su marido y su crisis existencial. Para ello Arnelle deja su hogar y a sus dos hijas adolescentes al cuidado del padre, hoy más bien un hombre confundido que un héroe romántico. Aunque se presenta como una distancia pasajera, así Mario lo cree y lo espera, la escena se propone como la previa a una separación final. Lo que deviene para Mario es cómo seguir, que es lo que puede o debe hacer en momentos de ruptura y transición. Buscando certezas o respuestas a esta crisis Mario se suma a una obra teatral en creación, una suerte de biodrama, como un personaje más. La meta no parece ser la de encontrar un espacio propio y nuevo, sino la de estar más de cerca de su mujer que trabaja en el teatro donde sucede la obra.
Mario y sus búsquedas son el motor de la trama, busca cómo mantener el orden doméstico de su hogar, cómo tratar con sus hijas sin la presencia materna que triangule el vínculo, cómo … la película es la pregunta por eso. El hallazgo del abordaje de Burger es que ese ¿cómo? No es un manual instructivo de como encontrar las certezas salvadoras, sino por el contrario nos muestra las indefiniciones, los errores, la confusión, los miedos más primarios y los desencuentros más creíbles en la relación que va mutando entre padre e hijas y entre Mario y sus propios deseos.
Bouli Lanners encarna al protagonista con una solvencia y una ternura que lo hacen emocionante. Hay tres escenas en el filme que con su absoluta sencillez se convierten en instantes de los que no te querés olvidar, esas escenas que solo una gran calidad narrativa y una actitud en la mirada lejos de toda impostura pretenciosa pueden lograr. De esas tres, no quiero develar las dos cercanas al final y me quedo con una de que sucede pasada la mitad del filme. Allí la hija menor, en una suerte de venganza adolescente, le sirve a su padre una taza de té -con una droga de esas que te hacen explotar el cuerpo en una fiesta loca y juvenil, y el padre que bebe ingenuamente la pócima. Lo más inteligente de la escena es lo que sucede después, primero el malestar físico de la droga inesperada lo derrumba, a lo que su hija menor pide auxilio y terminan ambas cuidando de su padre hasta que el efecto se disipe. Y a eso que podría haber terminado en una escena lacrimógena o violenta le sigue la tierna imagen de Mario que embobado bajo los efectos finales de la pócima acaricia a sus hijas y les dice sin frases ampulosas cuanto las quiere. Da ternura y da risa, esa meta absurda de la venganza que deviene en una forma impensada de encuentro.
Paternar es uno de los temas claves de la película, pero allí no se termina, no hay una receta para crear a un gran padre que se auto inventa en veinticuatro horas, está también la línea de la vida madurativa de sus hijas en ese tiempo y las posibilidades e imposibilidades de cada una de verse a si misma y de ver a su padre, su madre y el mundo que las rodea. El amor, los deseos en plena efervescencia y los miedos con todas sus trampas.
La película no ostenta planos de Hollywood ni planos generales de postal turística, es la vida de un pueblo del norte de Francia, y la mirada se ciñe a esa aldea narrativa sin efectismos. Los últimos diez minutos son de una belleza sencilla y emotiva. Esos finales y estos filmes son los que querríamos que pululen en la cartelera de cine, empujando ese cine formateado y prefabricado con una plantilla llena de recetas oxidadas. Burger nos trae con su filme la encantadora simpleza de un cine que con poco deja mucho, y más.
Por Victoria Leven
@LevenVictoria