Ellas hablan cuenta la historia de un grupo de mujeres que vive en 2010 en una colonia menonita en algún lugar innominado. A la lista de sometimientos que, dicta el prejuicio, deben sufrir las mujeres en esas comunidades, se le agrega que los hombres del sitio las duermen con tranquilizantes de vaca para violarlas. El relato empieza cuando una madre defiende a la hija de un atacante. Las mujeres hacen la denuncia, el acusado implica a dos varones más y los tres permanecen detenidos en un pueblo cercano. Cuando los hombres van a tratar de liberar a sus compañeros, las mujeres se quedan solas y discuten qué curso de acción tomar: no hacer nada, quedarse y pelear, o irse.
La localización geográfica de la historia es totalmente prescindible: no hay signo alguno que remita a un lugar concreto, aunque la novela original esté inspirada libremente en hechos reales ocurridos en Bolivia. Pero no se trata de un error, sino de algo deliberado: la película no presenta un relato anclado en una cultura sino una fábula de carácter universal. La ficción es delgada, casi inexistente, y así quiere que lo comprendamos la directora Sarah Polley: las discusiones de las protagonistas se refieren a las relaciones globales entre hombres y mujeres; los diálogos no quieren ser líneas de guion sino testimonios; la idea de la mujer doblegada bajo el dominio masculino se proyecta más allá de los confines del relato, es una clave para pensar la sociedad. Como pasa en películas parecidas, en las de juicio, o en otras como Doce hombres en pugna, la ficción tiene ambiciones metonímicas: lo que vemos en pantalla habla de lo que vivimos fuera de ella.
Y en Ellas hablan se dicen muchas cosas. Las más sorprendentes seguramente sean las que se refieren a los grandes ausentes: los hombres. Como el monstruo de alguna película de terror clase B, los hombres están fuera de escena, pero acechan; las protagonistas llevan en el cuerpo las huellas de su ferocidad (por esto mismo, la película más feminista de los Oscars 2023, curiosamente, no pasaría el “test de Bechdel”). En un momento de la discusión se plantea la cuestión de la culpa: ¿qué pasa si los acusados por el atacante son inocentes? El debate posterior despeja cualquier duda: no pueden ser inocentes si sabían lo que pasaba y no actuaron para evitarlo. El desplazamiento metonímico se activa de nuevo: los tres violadores trasvasan su culpabilidad a todos los hombre de la comunidad, incluso a los chicos, a los que se los ve, justamente, no como niños sino como hombres en miniatura, atacantes larvados prestos a cometer tarde o temprano las mismas atrocidades que los padres. La película replica así el ecosistema de las discusiones contemporáneas sobre el género: las mujeres son víctimas necesarias de una sociedad opresora fundada por varones, cuya condición hace necesariamente de todos ellos abusadores y maltratadores, sea potencialmente o en ejercicio, que solo con el paso del tiempo, la educación y distancia puedan, tal vez, reformarse.
Nada de esto es nuevo, nada que el cine, la literatura o el periodismo no digan o estén diciendo ya. La premisa que guía la película representa cabalmente las proclamas del activismo feminista actual, que no concibe su praxis política como una búsqueda de igualdad sino como una guerra entre géneros. Solo los hombres como August (Ben Whishaw), el maestro, tienen reservado un sitio en el horizonte moral de la película. August es amable, delicado y asexuado; colabora activamente con la causa de las mujeres confabuladas, pero así y todo se vuelve objeto de toda clase de reprimendas y lecciones. Cualquier ocasión es buena para que cualquiera de las mujeres ponga a August en su lugar a, cualquier acción suya puede servir como recordatorio de los privilegios de los que gozó por haber nacido hombre y de la mácula que carga por su sola pertenencia al género. August duda, pide permiso para hablar, sugiere con temor, se deja corregir, hasta pide disculpas cuando le pegan dos gritos y a veces directamente calla lo que iba a decir. A August se le permite participar de las deliberaciones secretas y es el único hombre al que se ve en plano, tal vez porque el modelo de varón que la película imagina no es ya un hombre o siquiera una persona, sino un monigote tristón que cumple sin chistar con los trabajos asignados, y al que se puede contentar con algún gesto de aprobación.
La muy buena recepción que tuvo Ellas hablan en la crítica y la candidatura al Oscar como Mejor Película indican que existe un acuerdo cultural acerca de esas ideas. Pero el problema no es tanto eso, las ideas, de las que la película funciona apenas como una caja de resonancia o un megáfono, sino la inverosimilitud total de los hechos. Uno de los reclamos de las protagonistas es que no se las deja estudiar y que, por lo tanto, no saben leer ni escribir. Sin embargo, la mayoría habla con elegancia, maneja un vocabulario bastante amplio y posee destrezas retóricas. Ona (Rooney Mara) propone, por ejemplo, que el sistema fundado por los hombres de la comunidad los oprime también a ellos y que, por lo tanto, eso convierte a los atacantes, de alguna forma, en víctimas. ¿Cómo puede una persona sin educación, cuya vida se redujo a cuidar chicos, trabajar la tierra, atender los caprichos del marido y guardar los preceptos de la fe, pensar su propia realidad en esos términos, menos propios de una creyente separada fatalmente del mundo y de la cultura global que de un lector de Foucault o una feminista de tercera ola? Lo mismo vale para Nettie, que nunca se sintió del todo mujer y, después de ser violada por su hermano y abortar, decide dejar de hablar, vestirse como hombre y adoptar el nombre de Melvin. ¿Cómo puede una chica que solo conoce las reglas severas de la fe y de un grupo social hermético no solo concebir sino llevar adelante y sostener ese cambio de identidad? ¿Y cómo es que la comunidad que somete sin piedad a las mujeres tolera la transformación?
Si una película va a decir que todos los hombres son, por transferencia metonímica, abusadores o violadores, mejor poner el diálogo en boca de un puñado de mujeres iletradas y ultrajadas (aunque, sin embargo, puedan expresarse igual o mejor activistas universitarias). Por otra parte, eso es lo que quiere que escuchemos la directora, no la palabra de una menonita real, modelada por el fuego lento de la tradición y la sumisión; no el habla inmemorial de quienes vivieron, igual que sus antecesores, fijadas a la tierra, la familia y la casa, sin otro horizonte vital que el de los mandatos y las promesas de la fe. Las protagonistas de Polley no son, por caso, los campesinos que filmaron Pasolini, los Straub o Cecilia Mangini, depositarios de un primitivismo esencial que certificaba la autenticidad de sus palabras o sus gestos, y a los que se respetaba, justamente, no obligándolos a ajustarse a un verosímil de época (y occidental, y urbano, etc.). Ningún espectador cree que las protagonistas de Ellas hablan sean menonitas viviendo una vida como la del siglo XIX. Pero como el cine (el arte) suele ser algo más que realismo, algo más que un verosímil, hay que pensar entonces que la película es perfectamente consciente de ese desfase narrativo y que, en todo caso, esa grieta insalvable entre el origen de las mujeres y su discurso cumple una función muy específica, la de enunciar ideas que de otra manera resultarían intolerables. La ficción aparece así como cobijo de consignas impracticables, pero cuya representación puede igualmente resultar atractiva a una buena parte de la cultura estadounidense.
Cuando August, a pedido de las mujeres, obtiene finalmente un mapa, se lo muestra a Ona, que nunca vio uno y no sabe cómo usarlo. August le explica cómo orientarse levantando el puño y el pulgar apuntando hacia una constelación. Ona escucha la lección y lo hace bien al primer intento. August desconfía: “¿vos ya sabías esto?”. Ella responde que sí. Incluso cuando se trata de un conocimiento científico al que Ona y sus compañeras nunca podrían haber accedido (porque les fue vedado), al maestro, nada menos, se le recuerda nuevamente el tamaño de su ignorancia. La campesina iletrada, una vez más, suavemente y sin el rigor de escenas previas, vuelve a ponerlo en su lugar. De eso se trata.