Céline está loca por Cristo, su amor la consume y necesita estar con él. Es una joven indescifrable, perdida en el tiempo, acurrucada entre su enorme dulzura y una temible calma. Su presencia carnal invade la pantalla y sus grandes ojos azules conmueven desde el primer plano. Bruno Dumont impone un personaje que contradice los esquemas habituales de representación. La serenidad y el equilibrio de una puesta en escena que deja margen para las improvisaciones, marcan el extraño trayecto de la protagonista desde el momento en que es expulsada del convento por sus excesivas mortificaciones. Céline deambula por los suburbios parisinos en busca de un camino donde perderse. La película avanza por un terreno cenagoso en el que la pureza parece una broma siniestra. El director maneja la sustracción y la elipsis, mantiene una distancia justa y construye el equilibrio necesario para filmar la furia mística con la misma intensidad que exprime la radiante protagonista y con el mismo deseo de ser poseído por lo invisible.
Céline hipnotiza al espectador y en el mismo plano seduce a Yassine, un joven árabe que desde ese instante sigue sus cavilaciones con una asombrosa paciencia. La temprana escena en la que ambos se conocen constituye una prueba clara de que el director de Flandres ha decidido bajar las armas y sacarse el lastre de sus habituales excesos. En un café de la periferia, Céline se deja abordar por Yassine y sus amigos, acepta todas sus propuestas con una bella mezcla de ingenuidad y disposición serena, y nos recuerda por un rato al gran Eric Rohmer. Conociendo los trabajos previos del director podíamos temer las salidas más atroces, pero Dumont nos transmite la confianza de la joven y sabemos que no le va a pasar nada que atente contra su integridad física y su dignidad.
Entre la hermosa estudiante de teología y el joven árabe se instala un diálogo respetuoso y apaciguado, casi inédito. Si bien todavía hay lugar para alguna escena de impacto cruda y violenta, la película exhibe un menor determinismo en el desarrollo de los planos, y líneas de diálogo abundantes e imprevisibles. Bruno Dumont ha sido desde siempre un formidable director de actores no profesionales, pero en esta ocasión les suelta las riendas y se atreve incluso con pasos de comedia, como en la escena en la que Celine invita a cenar a Yassine en la suntuosa residencia donde vive con sus padres, un diplomático que pasa como una ráfaga por el salón mientras su señora se aburre soberanamente. La molestia evidente del huidizo Yassine Salim converge de manera magistral con un personaje incapaz de mirar a Celine a los ojos, por una mezcla de pudor instintivo y educación religiosa; y Julie Sokolowski encarna su rol, como en toda la película, con un candor y una determinación sorprendentes.
La mirada es un elemento crucial que hace avanzar la trama. A Céline le molesta estar sometida a la mirada de los chicos y Yassine roba la moto de un burgués que lo había mirado mal, para tomar las calles de Paris por asalto con un movimiento tan torpe como emocionante. Dumont ofrece un trabajo estético riguroso y fascinante que interroga de modo sutil y con pertinencia el mundo actual, sin juzgar a ningún personaje y sin necesidad de explicar sus conductas. Las escenas en los barrios pobres están exentas de toda sociología barata y son el mejor ejemplo de una puesta en escena amable pero sin complejos, con un erotismo menos frontal y mucho más inquietante.