El cine de Bruno Dumont remite por su fisicidad al de Robert Bresson: nunca los rostros de la gente pueden ser más expresivos sino cuando uno tiene el suficiente tiempo para contemplarlos y aprehender la autenticidad que nos transmiten, aquello que escapa a la mirada cotidiana. Baste recordar a Pharaon de Winter (el policía que encarnó Emmanuel Schotté en La humanidad) oliendo a los sospechosos para comprender el alcance de esta cuestión que de alguna manera une lo carnal con lo sagrado. Pero HADEWIJCH no se queda ahí; también recuerda a Bajo el sol de Satanás, la película de Maurice Pialat basada en la novela de George Bernanos, aquel escritor que inspirara a Bresson para Diario de un cura rural. Y se parece en que aquí lo divino deviene en perturbación fundamentalista, porque Céline/Hadewijch se ampara en la fe para expresar su inconformismo frente a la sociedad, para legitimar su locura extática o para aprender a cantar como una sirena cuando se acerque un navegante. Algo así fue Hadewijch de Amberes, una poetisa mística del siglo XII, con su desmesurado amor a Dios. Y así está el mundo que no nos damos suficiente cuenta hacia dónde nos dirigimos, nos dice abrupta, explosivamente Dumont, sin religiosidad ni discursos. Por eso HADEWIJCH es tan violenta, tan cercana, tan pasmosa, porque los salvos son los pecadores, y los pecadores son los únicos que observan el mundo con una mirada inocente y resignada.