Sobre el mal contemporáneo
La singularidad del cine de Bruno Dumont (1958, Brialleul, Francia) radica en una serie de rasgos que lo revelan como un gran observador de ciertas patologías que afectan socialmente y cuyo origen se encuentra, con frecuencia, en el desafecto y la falta de comunicación. Así ocurría con La vida de Jesús (1997), donde una violación descubría el símil entre la carencia y la brutalidad; en La humanidad (1999), donde el crimen de una niña ponía a jugar una ilógica concatenación de hechos y personajes; en la más reciente Flandres (2006), en la que las guerras actuales en las que participan los europeos evidencian, en línea correlativa, los bajos instintos de jóvenes desamparados. Un cine, el de este realizador francés, que apunta a hurgar en el malestar de la cultura, a probar que la racionalidad moderna está cribada por oposiciones que los sistemas políticos no hacen más que alentar con insistencia, hacia adentro y hacia afuera, en operaciones violentas e irracionales.
Por ese lado puede ubicarse a Entre la fe y la pasión, en la que una jovencita perteneciente a la alta burguesía francesa –con padre funcionario y madre que puede intuirse en alguna fundación benéfica– se apasiona denodadamente por la figura de Cristo, desde su lugar de novicia en un convento primero, y en la práctica fundamentalista y terrorista –ya desde el Islam– después.
Pero, por este lado, cabría una pregunta acerca de este último opus, ya que aquí parecerían acentuarse algunas aristas de estas cuestiones; en definitiva, ¿se trata de un film político o de uno místico?
A tono con su obra anterior en cuanto a tratamiento, con muchos primeros planos, encuadres contemplativos, una dinámica que expresa a partir de tiempos laxos, protagonistas que se encienden en su laconismo, Entre la fe y la pasión se vincula más con la lógica de la pasión desenfrenada que sin solución de continuidad puede convertirse en locura, plena de caracteres radicales y atávicos, que con un planteo en el que se interprete alguna coordenada sociopolítica como imagen del mundo en donde se desarrollan los sucesos. Desde aquí es, entonces, un film más místico que político; sin embargo, como todo cine es político, Entre la fe y la pasión puede verse también como una puesta en acto de los desajustes que las acciones de gobierno (las más políticas de todas) provocan en sus ansias de dominación cuantitativa.
Los personajes de origen árabe son mostrados como el callo en el corazón de la metrópoli, en sus efímeras rapiñas o en su peligrosa propagación fundamentalista y en su práctica militante; la muchacha tan profundamente abrazada a su idea de amor místico hacia el supuesto hijo de Dios –que resulta hasta demasiado para las mismas autoridades del convento–, con padres ausentes en sus puestos de piezas de la sospechosa democracia francesa, y la relación de empatía entre los aparentemente opuestos, el cristianismo y el Islam, trazan cabalmente los rasgos de naturaleza política del relato. Pero estos planteos que encubren un fuerte dispositivo destructivo –en un sentido posible del fin de la Humanidad– están anclados en el fanatismo como la más riesgosa de las oscuras prácticas contemporáneas.
El fundamentalismo de Céline, su salvaje sensibilidad hacia ese Dios ausente, es puesto en acción a través de su contacto con el dirigente musulmán –hermano de quien la introduce en ese mundo–, quien verá en el ensimismamiento de la joven (estar enamorada de Cristo y sufrir por ser humana) la devoción necesaria para convertir la fe en acto; de allí al atentado, al cauce que pueden adquirir esos desquicios, habrá un solo paso, o varios, si se tienen en cuenta sus conversaciones crudas con el predicador, en las que expone su éxtasis como sufrimiento, y su estadía en Medio Oriente, durante la que declara su dignidad religiosa que la hará obedecer los mandatos de Dios (ya no importa si el cristiano o el musulmán).
Es en esta clave, entonces, en la de las semejanzas por detrás de las diferencias de las religiones, en la inspiración hacia el desatino que conllevan sus atributos fanáticos, donde Entre la fe y la pasión parece asumir y evidenciar las trágicas posibilidades de un misticismo irrefrenable; pero también el film de Dumont, acentuando su rigurosa y ascética puesta en escena –aunque él lo niegue, esta obra debe mucho a Bresson–, consigue resaltar la violencia implícita de un sistema que hace de la desprotección y la falta de afecto –sociales, familiares– el barro cenagoso donde asienta su idea moderna (al menos desde la Revolución Francesa) de que naturaleza y cultura son imposibles de articular, y cuya omnipotencia puede verse tranquilamente como una forma de suicidio. Un film místico y un film político, porque la religión hace política para detentar su poder.
Párrafo aparte merecen los encuadres que formula Dumont sobre los rostros, especialmente los que hace sobre el de Céline, que remiten a toda una tradición en el cine, pero que aquí es inevitable verlos en paralelo con los que Dreyer practica a Renée Falconetti en la no menos mística La pasión de Juana de Arco (1928).