Una obra maestra de extremos
Como artista de la soledad y la desesperación, Bruno Dumont es capaz de expresar de la manera más profunda en apenas un par de planos la energía interior de Céline, una novicia tan devota como para convertirse en el brazo armado de Jesucristo.
Nunca hubo términos medios para juzgar la obra de Bruno Dumont, un cineasta capaz de provocar rechazos tan pronunciados como celebraciones incondicionales. Desde La vida de Jesús hasta Flandres, pasando por La humanidad, su cine siempre ha confrontado al espectador no tanto con situaciones extremas sino más bien con personajes extremos, al borde de sus propias fuerzas y movidos por una energía interior –llámese fe, instinto vital o mero espíritu de supervivencia– que Dumont es capaz de expresar de la manera más profunda en apenas un par de planos. En este sentido, su película más reciente, Entre la fe y la pasión - Hadewijch puede considerarse su obra maestra, un film en el que confluyen los tópicos y rasgos formales de su obra previa pero elevados aquí a un rango de rara belleza y perfección.
Artista de la soledad y de la desesperación, Dumont siempre se vio relacionado de una u otra manera con el cine de Robert Bresson, no tanto por su estilo o por sus temas como por la convicción de que en cada una de las acciones terrenales que filma es capaz de enunciar una manifestación del espíritu. La expresividad de los planos generales de Dumont sólo es equivalente a la de sus planos detalle, como cuando pasa de un helado paisaje rural a una frágil mano de mujer que aprisiona un rosario. Y de pronto, como si se tuviera acceso a un secreto olvidado, en ese corte directo se reconoce la herencia casi perdida de Bresson. Pero en Hadewijch, Dumont parece decidido, más que a dialogar con su maestro, directamente a entablar con él una discusión de orden teológico, al punto de que se permite corregir el trágico final de Mouchette (1967).
Como en aquel film clave de la obra de Bresson (¿cuál no lo es?), aquí la protagonista también se presenta como una adolescente abandonada por sus padres. Pero a diferencia de aquella campesina hosca y taciturna, Céline (Julie Sokolowski, una revelación) es una parisina hija de la gran burguesía francesa y vive en plena isla de St. Louis, el exclusivo barrio en el que transcurrió casi toda la vida de Bresson. Cuando comienza el film, Dumont encuentra a Céline como novicia en un convento, tan devota por Jesucristo que la misma Madre Superiora, preocupada por su salud física y mental, decide devolverla al mundo exterior para que retome el contacto con la realidad. “Te has vuelto la caricatura de una religiosa”, le recrimina con dureza. Pero el amor de Céline es más fuerte: se siente prendada por lo Absoluto y será consecuente con ese amor que va mucho más allá de lo terrenal, a tal punto que llegará a convertirse en el brazo armado de Cristo, como si fuera una nueva Juana de Arco (un personaje que también obsesionó a Bresson).
Si en los films anteriores de Dumont sus personajes eran tan lacónicos como primitivos y sus actos respondían a sus pulsiones más primarias, aquí no sólo su protagonista sino también quienes la rodean –como siempre en Dumont, todos actores no profesionales, de rostros inolvidables– son capaces de reflexionar muy articuladamente sobre sus acciones. En particular Nassir, un inmigrante palestino tan devoto del Islam como Céline de Jesús, con quien la adolescente se embarcará en una suerte de cruzada terrorista ecuménica. “Estoy lista”, le asegura Céline a Nassir cuando, después de un viaje de formación a Palestina, un rayo de sol ilumina sorpresiva, milagrosamente su rostro.
Cada uno a su manera, pero sobre todo muy especialmente Céline, han erotizado a tal punto su experiencia religiosa, que cuando a ella se le acerca un muchacho llamado Yassmine, lo rechaza con un argumento inexpugnable: “Sólo existo para Cristo, no quiero que nadie me mire salvo El”. Sin embargo, se diría que el cine de Dumont no es estrictamente religioso sino que, en todo caso, se interesa por aquello que es sagrado en el hombre y por la capacidad metafísica del cine de abrazar una verdad interior.
A su vez, que el film acompañe a Céline hasta sus últimas consecuencias no implica necesariamente que comparta sus ideas, sino, en todo caso, que intenta comprenderlas. En un momento en el que los fanatismos religiosos se pronuncian de Oriente a Occidente y atraviesan todas las clases sociales, Dumont busca una explicación a sus manifestaciones más extremas. A diferencia de La cinta blanca, de Michael Haneke, que busca las raíces de la intolerancia en el pasado, Hadewijch es un film en puro tiempo presente, que se atreve a trascender los aspectos más anecdóticos y banales de la realidad. En este sentido, es clave un personaje casi mudo, algo así como “el inocente del pueblo”, un joven trabajador cuyo rostro tallado en piedra delata un pasado lumpen, un feo que admira tácitamente la belleza de Céline y que tendrá la oportunidad de salvarla, tanto en un sentido físico como espiritual.
Film de extremos, que pasa del centro de París a la periferia, de lo terrenal a lo espiritual, del Bien al Mal, Hadewijch –el título alude al convento convertido por Céline en su refugio– es también una reflexión sobre el cine a través de la teología. Cuando Nassir habla de lo visible y lo invisible en la acción divina no se puede dejar de intuir que Dumont también está hablando de aquello que todavía es capaz de expresar el primer plano de un rostro desnudo. Hay en esas palabras una suerte de espejo de su medio de expresión, como si Dumont –en una ambición que hacía tiempo parecía resignada por el cine– volviera a preguntarse por la ontología de lo real.