Una experiencia religiosa
El tiempo de las vacaciones infantiles ya llegó y las carteleras cinematográficas de los grandes complejos presentan un panorama desalentadoramente monótono, dividido entre el oscurantismo frívolo y pretenciosamente pop de Eclipse, y el melodrama telenovelesco de La última canción (hasta ahora lo único que se salva es la tercera parte de Toy Story). Ambos filmes constituyen extraños (y perversos) modelos de vida para los adolescentes e infantes modernos, cuya subjetividad se ve bombardeada por imágenes de cuerpos esculturales, rostros similares y conciencias vacías, absolutamente desligadas del mundo en que vivimos. Se trata de una educación cinematográfica y también política para nada inocente, que va moldeando un tipo de conciencia específica, capaz de contemplar un solo gusto y de concebir un único estilo de vida, por más que las realidades de este sur del mundo sean inconmensurablemente distintas. Lo cierto, en todo caso, es que los desvelos y las realidades de la vida adolescente suelen estar bien lejos de lo que reflejan estos filmes, por más hegemonía cultural hollywoodense que exista en el mundo. Así como que el buen cine no se suele encontrar en los grandes complejos cinematográficos. Para muestra, basta reparar en el tercer estreno de la semana, presentado únicamente en el Cine Teatro Córdoba de la calle 27 de abril (por lo que ya se encuentra fuera de cartelera, aunque próximamente se podrá encontrar en los videoclubes), un filme capaz de hundirse verdaderamente en la adolescencia y mostrar otros modos de existencia, no menos polémicos por cierto.
Se trata de la última película de Bruno Dumont, un cineasta reconocido en los mejores festivales del mundo, acaso uno de los pocos descendientes directos del gran Robert Bresson, y cuya obra (aún más su personalidad) ha tenido siempre la capacidad de generar pasiones, tanto en contra como a favor. Lo cierto es que con Hadewijch (traducida como Entre la fe y la pasión), el director de La vida de Jesús y Flandres (ésta última editada aquí por el sello 791CINE), compone una de sus películas más accesibles y al mismo tiempo más urticantes, de mayor actualidad, pues aborda el fanatismo religioso y el fundamentalismo concomitante. Su protagonista es una adolescente de clase alta que siente un fervor religioso extremo. Pese a su entrega absoluta a Jesús, la joven Celine (Julie Sokolowski, de gran expresividad) será expulsada de la orden religiosa que integra precisamente por su comportamiento extremo, que incluye no alimentarse y no abrigarse en el crudo invierno. La joven deberá regresar así al mundo secular, a la exclusiva (pero no menos fría) mansión de sus padres en el centro parisino, y a una existencia que vislumbrará cada vez más asfixiante ante lo que percibe como una lejanía de su contacto con Dios, al que vislumbra como único dueño, tanto de su alma como de su cuerpo. Ya en París, conocerá a un joven palestino que primero pretenderá cortejarla, luego se convertirá en su amigo, y finalmente la acercará a un grupo islámico que no hará más que potenciar el fanatismo de Celine, capaz de concebirse ahora como un “soldado del señor”.
No hay sin embargo juicio alguno ni tampoco bajadas de línea en Hadewijch; más bien lo que pretende Dumont es entender la experiencia mística y relacionarla con la soledad de la adolescencia moderna: Celine es un ser a la deriva, escindido entre su ideario religioso, su vacío existencial y los impulsos de su cuerpo. De allí que su experiencia religiosa adquiera progresivamente un tinte cada vez más erótico, mostrando cómo las religiones obligan a sublimar el deseo en Dios. Hadewijch deviene entonces en un estudio detallista de la religiosidad, que consigue explorar tanto sus costados más sublimes como los más atroces, aunque siempre con sumo respeto, hasta se diría con ternura en relación a los personajes. Formalmente delicada, la película hace gala en su puesta en escena de un ascetismo propio del tema que aborda, y la estructura general alterna hermosísimos planos generales de la campiña francesa con planos cercanos al rostro y el cuerpo de Celine, dándole un curioso tono donde se impone la materialidad de los sujetos, traduciendo acaso aquello que se mueve en el interior de ése cuerpo en rebeldía. Esa rara belleza formal remite directamente al cine de Bresson, con quién esta película mantiene un diálogo indiscutible, ya que puede entenderse como una relectura de Mouchette (1967), aquella genialidad del director francés.
Por Martín Ipa