La piel y el espíritu
La quinta película de Bruno Dumont carece de violaciones y de escenas de sexo desublimadas, y no transcurre en ningún pueblo rural de Francia acechado por el nihilismo. Aquí, el escenario es París y sus suburbios, y si bien la violencia, cualidad natural y leitmotiv de sus filmes, está difuminada en todo el relato, Hadewijch es su filme más piadoso, tal vez porque en última instancia su tema es la gracia divina.
La hija de un diplomático y aristócrata francés vive una experiencia extrema de abnegación religiosa. El Altísimo es su único varón, y su renuncia militante resulta sospechosa para una congregación de monjas en donde Céline parece sentirse más cómoda que en la mansión familiar. La novicia impenitente será enviada al mundo secular para que encuentre allí, eventualmente, las señales del Señor. No es un destino deseado para quien se identifica con una poetisa y mística del siglo XIII, Hadewijch de Antuérpia.
Así conocerá a un joven árabe cuyo hermano mayor se dedica a descifrar en el Corán uno de los misterios de las grandes religiones: la noción de lo invisible. Dios está presente en su ausencia, dice el exegeta (y secreto guerrero), aunque también la justicia está ausente, y es allí que Dios deviene en lanza o dinamita divina. Una explosión inesperada no muy lejos del Arco de Triunfo, precedida de un viaje breve a Oriente, permite pensar que la angelical Céline es capaz de inmolarse, si Dios así lo dispone. Quien cree no cree que cree; su creencia es evidencia y un presupuesto inconsciente que orienta la percepción y la acción.
Perversamente ecuménica, Hadewijch no solamente funciona como un estudio del psiquismo religioso y su propensión al delirio, sino que además es un bellísimo retrato del sensualismo metafísico. El cuerpo es un receptáculo del alma y una superficie de deseo. La piel blancuzca de Céline es un objeto de deseo, aunque la máxima expresión de erotismo es fraternal.
Un personaje absolutamente secundario confirma con su aparición casi milagrosa en el desenlace que Dumont es un exponente actual de lo que Paul Schrader denominó estilo transcendental. Es una escena inolvidable: dos cuerpos entrelazados y algunos acordes de La pasión según San Mateo de Bach funcionan como un homenaje a Mouchette de Bresson y parecen materializar la tesis de Schrader. Es un plano que trasciende a la película y que permanecerá en la retina por algún tiempo.