Cédric Klapisch, cineasta francés que fue transformando su carrera en una especie de folleto promocional de agencia de viajes (ya ha filmado en París, Barcelona, San Petersburgo, Nueva York y Venecia, todas ciudades favoritas del turismo), hizo base ahora en Borgoña, región de su país célebre por la producción vitivinícola, para ambientar allí una historia con un tópico también muy transitado: el reencuentro de tres hermanos que deben resolver cómo repartir la herencia de su padre recién fallecido.
Esa disputa entre ellos (una mujer y dos hombres, entre ellos uno que llega de Australia, donde se dedica al mismo negocio, en plena crisis de pareja) es el nudo argumental de la película, que incluye unas cuantas viñetas que ilustran con tono publicitario las diferentes etapas de elaboración del vino. Klapisch elige como telón de fondo la batalla entre la nobleza de la producción artesanal y la estandarización de una industria que obviamente no pudo escapar a la lógica mercantil del capitalismo.
Y aunque toma claro partido por las bondades de la vieja escuela, su film -sensiblero, cargado de obviedades y recursos narrativos muy gastados- denota una concepción del cine que, lejos de lucir "alternativa", se entrega paradójicamente a los cánones más establecidos.