Tres hermanos atraviesan un duelo en una estancia de la fotogénica región de Borgoña, con los viñedos como marco. La premisa y las locaciones invitaban a pensar en un derrape al terreno del sentimentalismo y la postal turística. Pero, felizmente, al realizador Cédric Klapisch (Piso compartido, Las muñecas rusas) le interesa menos el regodeo visual (aunque se regodea un poco) que la construcción de un cálido drama sobre los vínculos familiares.
El film comienza con el regreso de Jean a la casona rural familiar después de haber recorrido el mundo durante diez años. Lo hizo para “huir” de los mandatos de su padre, quien junto a sus otros dos hijos, Juliette y Jérémie, se hizo cargo del emprendimiento vitivinícola y ahora está internado en grave estado. Con su muerte saldrán a la luz los secretos y sinsabores de la distancia, mientras deben decidir qué hacer con una herencia que incluye, además de viñedos, una deuda de seis dígitos.
Una de las razones de este estreno en la Argentina es la proliferación de secuencias centradas en el vino (el tour de Jean incluyó unos meses en Mendoza, según cuenta). Degustación de las uvas, la larga y artesanal vendimia, las barricas gigantes para la maceración, cientos de referencias a cepas y estilos, todas las etapas del largo proceso de producción… difícil no sentir ganas de maridar la proyección con una buena copa.
Pero Entre viñedos, aun con sus momentos artificiosamente “bellos” y la proliferación de atardeceres a contraluz, tiene un núcleo humano que la vuelve algo más que una mera publicidad vitivinícola. Sucede que a Kaplish le importan los personajes, sus sentimientos, sus tiempos y sus deseos, y dedica igual atención a ellos que al trabajo manual que entre todos realizan. Aunque desequilibrada y por momentos excesiva (la música, por ejemplo), Entre viñedos deja un retrogusto dulzón y burbujeante.