No hay rasgo original que haga de Eso que nos enamora una propuesta digna. Sus lugares comunes vienen acompañados por una desconcertante fealdad visual.
La toma de clausura de la ópera prima de Federico Mordkowicz deja al espectador pendulando entre la incredulidad y la indignación: ¿puede una película ser tan predecible sin intenciones paródicas? Porque existe algo peor que atenerse de manera ñoña a las reglas de un género, en este caso la comedia romántica norteamericana; lo imperdonable es anular la singularidad de tu obra, esforzarte por desproveer la autenticidad de cada plano, pretendiendo convertirte en algo que jamás serás ni por idiosincrasia ni por despliegue de producción. Es como si Mordkowicz hubiese filmado una comedia romántica y luego sobre esa abstracción volcara un puñado de personajes y situaciones, desentendiéndose tanto de la originalidad como del presupuesto. El resultado: una película que incomoda por su precariedad plástica y que desilusiona por su déficit de imaginación.
Benjamín Rojas se separa. Deprimido, se instala en lo de su primo Carlos Portaluppi, un tipo fiestero que propicia un encuentro con Paula Cancio, una loca linda y misteriosa que enamora a Benjamín. Y así, la chica excéntrica y el pibe tristón entablan un vínculo que, revelación mediante, tiene su crisis y termina... como se supone que terminan las comedias románticas.
Hay también un niño que lee a Borges y a Shakespeare y que tira la posta, una standapera que seduce a Benjamín pero resulta ser lesbiana, un amigo torpe que se arruina un ojo descorchando un champagne y se pone un parche con una carita sonriente. Conjunto inorgánico de personajes que no logra desestabilizar la monotonía de un relato que encima se toma el atrevimiento de arrojar frases de autoayuda como “coincidimos en un tiempo y espacio”, “el pasado ya no nos pertenece”, “nos movemos entre la sorpresa y lo inesperado”.
Despierta tristeza que Mordkowicz diseñe imágenes publicitarias pero su director de fotografía las ilumine con desgano y hasta las filme con diferentes cámaras. Despierta irritación que luego estas imágenes sufran exabruptos de edición sin más funcionalidad que el jugueteo videoclipero. La pantalla se divide sólo porque los personajes están en una fiesta o aparecen viñetas que reflejan lo que Benjamín mira por el celular y que luego se desvanecen porque se desvanecen los recuerdos.
Sí hay algo interesante al momento de filmar la juvenil vejez de la pareja protagónica, esas arrugas incipientes sobre rostros que rehúsan la adultez. Esto sin embargo es mérito de una condición generacional, una curiosidad antropológica que podrá apreciarse en otras películas filmadas en la actualidad.