Una temporada en el infierno
Anunciada como cierre de la tetralogía sobre el poder que inició Moloch (1999, sobre Hitler), y a la que siguieron Taurus (2000, sobre Lenin), y El sol (2005, sobre el emperador Hirohito), la inclusión de Fausto, en tanto personaje de leyenda, parece desatinada. Pero Sokurov encontró en Fausto un cierre simbólico: ¿hay algo más brutal que vender el alma al diablo? Y si bien la vuelta de tuerca sobre el Fausto de Goethe y Murnau parecía una elección obvia, Sokurov dota al film de un éxtasis visual que resulta en una obra intensa; quizá, la condensación de sus virtudes y el punto cumbre de su carrera.
Frente al expresionismo de Murnau, el director inicia su opus con una visión carnal e inusualmente erótica, la vivisección de cadáveres –en busca del alma– que sigue con el deslumbramiento de Fausto por una aldeana, hasta que un discreto homicidio desata una pesadilla de cámaras flotantes y raros angulares. Ambientada en una inexacta aldea del Medioevo, la visita de Fausto (Johannes Zeiler) a un usurero (Anton Adasinsky, como Mefistófeles) muestra el influjo del diablo mediante las lentes anamórficas que Sokurov utilizara en films como Madre e hijo. Pero lo notable es cómo el ruso incorpora elementos ajenos. Mefistófeles es una criatura fellinesca; defeca en las iglesias y su cuerpo, retorcido como la maldad misma, remata en un pene contra natura que provoca a las féminas de un baño romano. Su mujer (Hanna Schygulla) es el demonio vestido por Lewis Carroll. Y en un infierno salpicado por géiseres, Sokurov reconoce a Tarkovski, el gran maestro. Es el cierre perfecto, una blasfemia.