En cuerpo y alma
Desde su aspecto más espurio, como materia muerta, hasta en su apogeo de juventud y belleza, encarnada por la joven Margarita, el cuerpo es uno de los temas centrales del Fausto de Sokurov.
Cineasta inmenso, autor de una obra que abarca tanto ficción como una forma del documental que él llama “elegías” (de las cuales el DocBuenosAires exhibió el año pasado una selección de títulos inéditos en Argentina), el director de El arca rusa no había tenido hasta ahora, sin embargo, un premio de la envergadura del León de Oro de la Mostra de Venecia. Y le llegó con este Fausto, inspirado en el poema dramático de Goethe, que cierra a su vez –según el propio Aleksandr Sokurov– la llamada “Tetralogía del poder”, un proyecto de una gravedad wagneriana y de un grado de ambición inusual en el cine contemporáneo.
En 1999, la serie se inició con Moloch, un film consagrado a unos momentos banales en la vida íntima de Adolf Hitler, en su casa de descanso en las montañas. Luego, en 2001, con Taurus, le llegó el turno a Vladimir Ilianovich Lenin; y en el 2005, con El sol, al emperador japonés Hirohito, que en la soledad del poder, consumido por la visión del horror de ver a Tokio en ruinas, resigna su condición de “Dios encarnado”. Ahora en Fausto, Sokurov vuelve al mito de origen, a ese hombre capaz de firmar un pacto con el mismísimo diablo con tal de satisfacer sus deseos.
A diferencia de la obra de Goethe y de la legendaria versión cinematográfica anterior, filmada en 1926, durante el período mudo por el gran Friedrich Wilhelm Murnau, aquí sin embargo ese pacto llega casi al final del film, cuando Fausto (Johannes Zeiler) ya está extenuado y entregado a las intrigas de Mefistófeles (Andon Adasinsky), que se presenta bajo el disfraz de un usurero, en una pequeña ciudad alemana de aspecto vagamente medieval, con algunos anacronismos que remiten a la sucesión de guerras desatadas por el Imperio Austrohúngaro. La mujer del usurero (interpretada por Hanna Schygulla, que supo ser la musa de Fassbinder) semeja a su vez un extraño reptil, envuelta en una capa que parece hecha de escamas.
Como Hitler, Lenin e Hirohito en los films anteriores, el Fausto de Sokurov parece un personaje inofensivo, débil, abatido. Profesor sin cátedra ni recursos, cuando el film se abre lo encuentra diseccionando un cadáver y, preguntándose, entre todas esas vísceras viscosas, dónde puede ocultarse el alma. Pobre de toda pobreza, no tiene ni para comer y por eso cae fácilmente en las garras del usurero, que lo arrastra tras de sí, corrompiendo todo a su paso, en una travesía hipnótica, infinita, que recuerda un poco a la de El arca rusa, salvo que aquí el montaje reina y no hay planos secuencia.
Cineasta reconocido por sus preocupaciones espirituales, en Fausto, sin embargo, Sokurov es capaz de una carnalidad sorprendente. El cuerpo humano –desde su aspecto más repugnante y espurio, como materia muerta, hasta en su apogeo de juventud y belleza, encarnada por la joven Margarita– es sin duda uno de los temas centrales del film. Hay un erotismo que era desconocido hasta ahora en el cine de Sokurov. La impresionante fotografía digital del francés Bruno Delbonnel –con esas imágenes deformadas por lentes anamórficos que son una marca del cine de Sokurov– interpreta plásticamente ambos extremos.
Y el pacto que finalmente condena a Fausto a vagar por los infiernos (filmados en un paisaje impresionante, de auténticos géiseres) no es por el dinero ni por una juventud eterna, sino simplemente por poder pasar una noche a solas con su amada Margarita. El hombre, parece decir Sokurov, tiene ambiciones más modestas de las que confiesa.