Crudas noticias de la exclusión
“Figuras de guerra” puede verse como un retrato de la vida inhumana que padecen los indocumentados en Calais, al norte de Francia, mientras esperan que la suerte los acompañe para introducirse clandestinamente al Reino Unido.
Ganadora de dos de los principales premios del Bafici 2011, los de mejor film para el jurado y para la crítica, Figuras de guerra es una película a la que puede verse y sentirse sucia y cruda porque se ocupa de un fragmento de realidad precisamente sucio y crudo. Es la realidad de los indocumentados provenientes de los países africanos, de los países asiáticos y de Europa del Este sobreviviendo en las trincheras de un frente de guerra, el de la “próspera” Europa Occidental, más precisamente en el sitio conocido como Paso de Calais, al norte de Francia, en la ciudad del mismo nombre donde se encuentra el corredor más estrecho del Canal de la Mancha, que une el país galo con Inglaterra.
Allí van a parar cientos de migrantes que ya han recorrido buena cantidad de países en un viaje iniciático o en sucesivas deportaciones –parte de los testimonios de estas personas describen “tours” inimaginables hasta para las agencias turísticas más creativas en los itinerarios, aunque en el caso de los migrantes se trata de verdaderos “tours de force”– confiando en que en algún momento podrán hacer realidad su salto al Reino Unido. Nunca quedará demasiado claro por qué el país sajón resulta la Tierra Prometida, puesto que el trato a estos parias es el resultado de las políticas neoliberales llevadas a ultranzas en las últimas décadas y que cada país europeo occidental aplicó con precisión cirujana: la exclusión en todas sus variables para aquellos provenientes de sus ex colonias o de los países aún sometidos a políticas neocoloniales. Sin embargo, en Calais se juntan africanos de todo el continente negro, serbios, kurdistanos, turcos u otros migrantes de los países balcánicos, musulmanes orientales y asiáticos, de países intervenidos y en conflictos bélicos permanentes como Afghanistán; se distribuyen bajo puentes, en plazas, sobre paredones del ferrocarril, y en una zona boscosa a la que llaman “jungle” –jungla en inglés–, donde arman sus improvisadas barracas con desechos de todo tipo y ruegan cada día no ser deportados a sus países de origen y para que la providencia los toque con el pase clandestino a Gran Bretaña. Calais parecería funcionar como lugar de reclusión visible para estos indocumentados, es como si allí estuvieran hasta más controlados y menos dispersos. El premier francés Sarkozy y su gobierno lo saben y cada tanto llevan adelante sus razzias para confinarlos en otros sitios más panópticos porque allí, entre el follaje profuso de la jungla, no se sabe bien cuántos son y qué peligro representan.
Sylvain George, el realizador de Figuras de guerra estuvo durante tres años registrando la zona y todo lo que allí tenía lugar; en principio iba a tratarse de un documental testimonial de corta duración, pero luego esa realidad impregnó a George, que también es activista político, y terminó construyendo un poético y dramático aguafuerte de las miserables políticas de los países dominantes que someten literalmente a una “no vida” a cientos de personas sin que se les mueva un pelo y a los que suelen echarle la culpa de las calamidades que asolan las buenas conciencias y costumbres de las burguesías. Actitudes que suelen convertirse en pura hipocresía cuando los mismos sectores utilizan a los migrantes como la mano de obra más barata del mercado. Pero Figuras de guerra no es sólo un film de denuncia –ese aspecto está implícito desde el vamos– sino un film de observación poética, de poética política podría decirse, porque la cámara de George es profundamente exponencial de los detalles que furtivamente va encontrando a su paso y que plasma de un modo tan contundente como lírico.
Un registro en blanco y negro de alto contraste, con planos detenidos sobre todo aquello que funcione como indicio de la supervivencia de estos seres abandonados de la mano de Dios, aun del musulmán, al que todavía allí parecen rendirle cuentas. Pasadas las primeras secuencias en donde la cámara parece “espiar” ese escenario y donde ocurren escenas de huida de africanos perseguidos por la policía en una plaza, esa misma cámara comenzará a “vivir” con esta gente y compartirá los cánticos que ese mismo grupo de africanos entona no sin cierta alegría y que seguramente los remite a paisajes de su terruño; las improvisadas comidas, con lo que se consiga –y que ellos mezclan de tal manera que seguramente tendrá un sabor difícil de identificar– al costado de las vías del ferrocarril; sus recursos para intentar borrar sus huellas digitales que consiste en pasarse una gillette por las yemas de los dedos o apretar un tornillo al rojo para que las marcas de la rosca inutilicen esas huellas; sus lances para esconderse bajo un camión que atravesará el eurotúnel, sus fallidas trepadas a un alto alambrado con púas; sus baños en un brazo del canal y sus enjuagadas en un suministro de agua público durante el verano y sus inflada carpas de nylon para mitigar el crudo invierno; la cámara de George es ubicua, inquieta y nada solemne, se diría que hurga con el debido respeto sobre las ausencias y añoranzas, entre el viento y el frío, de estos perfiles erradicados del mundo, habitantes de un no lugar cuyo pasado es lo único que parece retratarlos como humanos –un norteafricano desperdiga fotos de su familia mentando la pertenencia– porque ahora son apenas unos desamparados, unos desaparecidos del sistema que deambulan sin destino y cuya suerte física carece de futuro.
Vidas sucias y sometidas y al borde del abismo; expulsados del infierno de sus países y reducidos a un infierno más cotidiano pero que no deja de arder. Los testimonios son pocos en un relato que pasa de las dos horas y media, aunque sumamente elocuentes del “estado” individual de quienes lo formulan: “hace tres días que no como…”, dice un kurdo; “no sé lo que pasará, no quiero volver a mi país porque hay 35 tribus en pie de guerra…”, acota un afghano; también los hay casi proféticos: “…un día África será Europa y Europa África…” y más amenos como aquellos que bromean acerca de los rituales de los fallidos “pases” a Inglaterra, “…la próxima lo conseguiré…”, señala un ghanés cuando no puede treparse debajo de un camión.
El título original de Figuras de guerra es Que descansen en rebelión, y está tomado de un verso del poeta francés Henri Michaux y tal vez esa frase, junto a otras que por momentos aparecen en carteles “allà Godard”, como que los indocumentados son una bomba de tiempo para las potencias dominantes y “democráticas”, pintan perfectamente una latencia: el flagrante estado de suspensión de los derechos más básicos y humanos no hace difícil suponer una rebelión de esas masas, tal vez sólo se trate de algo más de tiempo y organización.
Y es eso fundamentalmente lo que respira Figuras de guerra, en sus planos urgentes y sucios, en sus soterrados travelings que buscan captar estados más que personajes o cosas, en su nervioso montaje que lo asemeja más a un ejercicio de improvisación que a un film pensado y con objetivos; un cine, en suma que parece surgir del malestar, de lo profundo de esas subsistencia de esos individuos despojados, justamente, de su individualidad, de su “ser humano”, desaparecidos que sí se sabe dónde están pero que no cuentan para nadie –muchos dejarán su vida en ese trance y un paneo sobrecogedor por un improvisado campo de tumbas es la prueba palpable de ese “ser descartable”–, y que aquí la cámara de George documenta con osadía iluminando los destellos de esas vidas fantasmas. En la parte segunda y final, la policía y los bulldozers de Sarkozy, pese a la resistencia de grupos activistas pro inmigrantes, arrasarán la zona, la jungla, y deportarán o confinarán en lugares más vigilados a los parias. Pero el parpadeo de una amenaza, la de que eso volverá a ocurrir más temprano que tarde, queda fijo como señal de la inhumanidad del neoliberalismo, ese que ahora se enseñorea por las grandes urbes europeas en las formas del ajuste y la desocupación.