Dos mujeres se reencuentran después de lo que uno presume es mucho tiempo. Una es Martina –de unos 20- y otra es Carla -de unos 40-. Si bien uno sospecha que pueden llegar a ser madre e hija, la relación nunca queda del todo clara, en una película donde justamente la falta de información será clave para mantener una sensación de tensión permanente.
Durante el transcurso de esta narración habrá de todo: acercamientos y alejamientos varios, represión de sentimientos, alguna que otra muestra tímida de afecto. Junto con todo esto también estará la figura de un muerto cuya identidad nunca se revela pero cuya ausencia parece afectar, y mucho, el comportamiento de estos personajes.
También habrá escenas de sexo muy bien filmadas y un poco sadomasoquistas que Martina denomina sencillamente como “sexo fuerte”. En ese juego, la chica jugará a que el hombre la trate despectivamente, sin sospechar que ese desprecio puede exceder el ámbito del juego sexual. Por otro lado, también estará Carla, conocedora de estas prácticas, a la que juzgamos en principio como una señora conservadora preocupada por este tipo de actividad sexual, cuando en verdad terminará revelándose –en una sorpresa muy bien manejada por la película- como alguien mucho menos pacata de lo que se cree.
Además de estos detalles que la película maneja con sutileza, hay otra gran virtud, y es el hecho de que logra transmitir más de una vez ese clima entre calmo y melancólico que tienen los personajes. Si tuviera que objetarse algo, serían ciertos clichés: como el emborrachamiento en la playa o la escena del esparcimiento de las cenizas. Clichés que se vuelven un problema cuando se trata de una película que intenta siempre correrse del lugar común.
Pero son detalles que no afectan demasiado una película potente y distinta, que logra hacer sentir no tanto aquellas cosas que se dicen sino que se silencian, y en donde detrás de la dureza de su narración puede esconder una insospechada ternura y hasta una extraña forma de optimismo.