Afectos y dolor en simetría
Está bien que el realizador cordobés Moroco Colman provenga de la arquitectura y todavía mejor que quiera quedarse en el cine. Esa combinación da cuenta de una continuidad, de un proceso estético, de un camino que destila un cine evidentemente detallista, de organización espacial obsesiva. No sólo desde lo que significa la composición del cuadro cinematográfico sino, antes bien, a partir de una puesta en escena en donde la construcción del entorno resulta en un ánimo de perfección quebradiza.
Estas fisuras están presentes en los cortes del montaje, en la fusión que entre plano y plano Fin de semana exhibe. Como una sumatoria de bloques que se perfilan como peldaños, en tanto uniones que culminan por erigir unos pocos días en las vidas de sus personajes. Pero atención, es desde estos personajes cómo debe pensarse el espacio visual: casi ofuscado, poco visto, sumido en un penar que une y desune.
De esta manera, Fin de semana se mueve como un péndulo, entre los protagónicos de María Ucedo y Sofía Lanaro. Las dos, los puntos de toque de este film que no necesita explicitar el vínculo que las relaciona. El ir y venir compone un equilibrio móvil, que hace a la película direccionarse de una manera y luego, simétricamente, de otra. Por momentos, el vaivén distancia, a veces es más cercano. Un afuera y un adentro que es, a su vez, textura de fricción entre sus protagonistas.
Es extraordinaria, por esto mismo, la meticulosidad con la que el film se concibe, a partir de su división en tres momentos, como número perfecto. Tres capítulos o instancias o días, cualquiera podría ser la acepción. Eso sí, cada una de estas grandes secuencias opera como situación particular, que oficia de manera autónoma pero no por eso desgajada del conflicto general. La repercusión fotográfica que cada una de ellas conlleva repercute sobre las otras, y culmina en un círculo que toca el inicio y abre una posibilidad de respiro allí donde, parecía, no la había.
Arribado a este punto, es menester (re)ver Fin de semana, a la manera de un loop, como un juego de afectos, de caricias y heridas. Hay algo roto, pero también gestos y detalles que avizoran más. En este sentido, la última escena en donde intervienen las dos protagonistas -‑¿madre e hija?, ¿hermanas?, ¿qué?‑- es ejemplar: la acción es meticulosa, atenta con la composición del encuadre; tanto como lo son, a lo largo del film, los momentos de sexo. Ahora bien, lo que sobresale es la artesanía de un realizador que, aun cuando controla los elementos puestos en juego, tiene habilidad suficiente para dejar abierta una rendija por la cual el espectador complete según su sensibilidad, sus deseos y sus miedos.