Los salmones que nadan contra la corriente.
Final de partida (Okuribito) fascina: su embrujo se reproduce poéticamente al ritmo de imágenes poderosamente reflexivas y emotivas. Su estética se atreve a exponer metáforas visuales musicalizadas por los tempos del gran Joe Hisaishi en fundidos encadenados que establecen analogías demasiado explícitas como la del vuelo de las grullas y el fin de la vida, mientras el humor sutil de pequeños y efectivos gags (ej: la liberación y la muerte del pulpo) anteceden y suceden a ciertos pensamientos melancólicos y nostálgicos que funden el discurso de las palabras (sin dejar de ser nunca una parte sustancial de la potencia visual que abunda dentro del relato) en maravillosas lecciones de vida fortalecidas por el uso de los primeros planos. Como si la película del nipón Yojiro Takita, ganadora del Oscar a mejor film extranjero en el 2009 (galardón que, evidentemente, ayudó a su reconocimiento y distribución internacional), decidiera con gracia y amor narrar la historia del joven Daigo (Masahiro Motoki) a partir de la pasión de un cuerpo que otorga la vida, simbólicamente hablando, a otros que yacen inertes: si el protagonista goza tocando el violonchelo, actividad que lo retrotrae a un pasado doloroso aunque ciertamente liberador en el presente, su posterior enamoramiento por el nokanshi (ritual de preparación y despedida de un cuerpo sin vida que se conforma, a la vez, como trabajo, práctica cultural y expresión artística) lo conducirá a una especie de estado catártico.
Esa instancia autoreflexiva que Daigo vislumbra con una luminosidad ardiente en el cierre del relato de Takita, un momento cumbre, embellecedor, que amalgama muerte y vida dentro de ese camino circular de filosofía de vida oriental, sólo puede alcanzarse por medio del aprendizaje y la maduración. Y para lograr llegar a la superación, a ser quien se es, a hacer del pasado un recuerdo reconocible, familiar, y ya no fantasmagórico (vean como esa imagen del rostro del padre de Daigo obtiene los rasgos que lo definen, abandonando cierto estatuto sombrío para así completarse definiendo su identidad), el joven aprendiz contará con la ayuda de su maestro y jefe, Ikuei (Tsutomu Yamazaki), y con su agradable y querible esposa, Mika (Ryoko Hirosue). Pero más allá del apoyo brindado por estas dos figuras y su vínculo con el protagonista, es el abordaje emotivo (emocionalmente perfecto) que representa Takita en imágenes lo que hace de Final de partida una experiencia que jamás deja de interpelar al espectador: los rostros de los participantes del ritual, los gestos de los expertos en cada acción (delicados, como si de una danza se tratase), los silencios que hablan más que las propias palabras, la contemplación que oscila entre el dolor y la alegría durante las despedidas ritualizadas y el amor que le confiere el director a sus criaturas y al contexto que atraviesan, culminan por revestir al film de un brillo absolutamente particular.
Y esa particularidad no puede ser entendida como un simple ejercicio pintoresco, sin otro sentido más que el de exponer la belleza y eliminar la emoción, ya que el cine que ofrece Takita presenta y representa, combinando un realismo que puede pensarse como extraído de un documental etnográfico (la cámara registrando un ritual y una práctica cultural tan ajena como fascinante) con una poética y un humor que buscan las emociones a través de esa capacidad que posee el cine por desnaturalizar de modo notable la simple concepción de un mundo determinado. Así, Daigo se exhibe tocando el violonchelo junto a la naturaleza: rompiendo su aislamiento, sintiéndose vivo, observando la vida de otros seres (sean grullas, salmones, plantas) y siempre en armonía con el contexto: lo bello y lo emotivo forman parte de una misma imagen. Sin embargo, tal comunión puede, en ocasiones, ser incomprendida. La escena en la que Daigo, desde arriba de un puente, observa a los salmones nadar contra la corriente es un buen ejemplo para ilustrar el pasaje de un estado de incomprensión a uno de comprensión. En una toma cenital, subjetiva del joven, se observa a los peces moverse con determinación en el agua, nadando con insistencia en una dirección específica. “Quieren volver a su lugar de origen”, le dice la voz de un anciano a Daigo.
No es casual que en ese mismo plano, imagen metafórica de bella sustancia, se pueda apreciar peces vivos y peces muertos: aquellos, sin vida, que vuelven arrastrados por la corriente y aquellos que nadan en contra de ésta. Unos van porque viven, otros vienen porque ya han vivido. La vida y la muerte como parte de un todo. En este caso de una imagen, de un plano. Pero también de un punto de vista: el de Daigo. Hombre que vive junto a la muerte. Artista cuyo arte ofrece resistencia. Al menos hasta que la comprensión llega (gracias a la resistencia, como esa determinación del salmón, de Daigo). A partir de allí, la llamada vuelta al “lugar de origen” será parte de un circuito, de un recorrido, de un principio y un fin. Recorrido que sólo el cine y su belleza pueden ofrecer, brindando un sentido tan poético dentro de un ritual que se presenta y representa extremadamente fascinante y conmovedor.