Ritos de pasaje
El de la muerte y el de la música son dos de los rituales que atraviesan tangencialmente el universo de Final de partida, film extranjero ganador del Oscar el año pasado, dirigido por el japonés Yojiro Takita. Una traducción más o menos fiel del título original Okuribito sería “el que envía”, y en este caso los enviados no son otros que los muertos mediante la ancestral ceremonia del Nokan, la cual consiste en la preparación del cadáver para la cremación y posterior pasaje al más allá.
Si bien la impronta de la tradición japonesa por lo general es tratada en el cine con un dejo de solemnidad, la mayor virtud de esta película reside en el desacartonamiento del estilo (se permite momentos de humor negro, por ejemplo) y en su fina sensibilidad para acercarse al tema desde un lugar respetuoso pero que se encuentra profundamente ligado a la vida. Eso es precisamente lo que aprende Dai Kobayashi (Masahiro Motoki), un violonchelista que tras quedarse sin orquesta debe buscar un empleo para sobrevivir junto a su fiel pareja (que tiene cierta reticencia a que su esposo manipule cadáveres) y responde a un extraño aviso clasificado donde se buscan personas sin experiencia que “ayuden a viajar”. Lejos de tratarse de una agencia de turismo, Dai acepta con vergüenza y recelo la tarea de ayudante del dueño de la funeraria que practica desde hace varios años el ritual anteriormente citado.
Así, el protagonista descubre un mundo completamente alejado a sus creencias y convicciones que toma la idea filosófica de la muerte como punto de partida y no de llegada, sin negar ex profeso que se trata del último adiós a un ser querido que abandona el mundo terrenal. Algo de las enseñanzas budistas también se percibe en la concepción de esta historia iniciática en relación a la poderosa idea del despojo de aquello que nos ata en la vida, como por ejemplo, el dolor, el rencor y en su faz más cruel el amor y el cuerpo.
La purificación del alma es en definitiva lo que encierra la práctica del Nokan y - quizá un poco subrayado - termine siendo el mensaje que la obra de Takita quiere dejar. No obstante, también resulta primordial la presencia de la música; no únicamente porque el protagonista toque el chelo sino porque a través de esa conexión, casi cósmica, regresa a su pasado plagado de sinsabores y cierta tristeza.
Igual que su actor de cabecera, Masahiro Motoki, el director Yojiro Takita rasga las cuerdas emocionales del espectador sin tensarlas ni romperlas bajo golpes de efecto para lograr un ritmo que, pese a lo pausado, fluye leve y se eleva en la pantalla gracias a la brillante partitura de Joe Hisaishi y a la contenida actuación de un elenco afinado como esas grandes orquestas.