El funebrero alegre
En los últimos años se estrenó cine oriental en nuestras salas como nunca antes. Películas japonesas, chinas, coreanas y hasta tailandesas y mongolas. Mucho del mejor cine que vimos y de los directores que conocimos últimamente tienen este origen. Se podría pensar que Final de partida responde a esa tendencia. Pero no, por más japoneses que sean sus responsables, su propuesta está más cercana al más chapucero cine de qualité europeo, aunque explote algunos cuantos elementos exóticos de la cultura japonesa pensados para un espectador con ojos de turista.
El protagonista, Daigo, es un chelista que, al poco de disolverse la orquesta en la que trabaja, decide (bastante rápidamente) abandonar la música, mudarse con su esposa a su pueblo natal y buscarse otro empleo. Por una confusión bastante básica termina tomando un empleo como ayudante de un especialista en preparar cadáveres, actividad que se lleva a cabo ante los dolientes mediante ritos tradicionales muy específicos y previamente a su introducción en el ataúd. Al principio toma el empleo de mala gana y no da pie con bola en el oficio, pero al tiempo empieza a tomarle el gustito, a valorar sus alegrías y gratificaciones, hasta descubrir, conduciendo él mismo el rito en unas cuantas ocasiones, que, quizás más que en la música, por ahí pasaba su verdadera vocación. A este punto, en el que se siente casi realizado, tendrá que hacer frente a los prejuicios que una actividad semejante provoca entre sus personas cercanas, su esposa incluida.
En la primera parte el relato se mueve dentro de un registro de comedia de enredos que juega con las confusiones y las dificultades del protagonista en su nuevo empleo, apelando a situaciones incomodas, chistes bobos y caras también bobas, que hacen oscilar a este entre el depresivo torpe y el boludo alegre. Para la segunda parte el film va perdiendo el humor (que no era muy gracioso, así que no se extraña) para adquirir cada vez más gravedad, culminando en una solemnidad de pompa fúnebre, con una notoria postura de profundidad y la pretensión de estar diciendo cosas importantes. Propósito que se corona con altisonantes frases de poster del tipo “la muerte no es el fin” o “debemos vivir el presente”, y con momentos que van de lo pomposo a lo grasa. El ejemplo más acabado es la escena en que se muestra una sucesión de ceremonias realizadas por el protagonistas (donde se muestra a los deudos pasándola bomba como si se tratara de un casamiento) alternadas con imágenes de este tocando el chelo en medio del campo como si fuera un videoclip de Vanessa Mae o Kenny G. En fin, el famoso “canto a la vida” que parece obligatorio en el qualité y tanto mal le ha hecho al cine.
Siendo así de pobre y trillada su propuesta, la carta de presentación más fuerte que el film presenta es nada menos que la de haber ganado el Oscar a la mejor película extranjera en la última edición. Haciéndola valer en su doble sentido, podríamos formular la pregunta ¿y a quién le ganó? Bueno, entre otros le ganó a Vals con Bashir de Ari Folman y a Entre los muros , de Laurent Cantet. Con este dato el film adquiere un valor nuevo, el de ejemplo lapidario de cómo los miembros de la Academia han perdido completamente el criterio.