La resistencia del sentido: fragmentos de un hallazgo
Podría haber comenzado esta reseña diciendo que los realizadores de Fragmentos de una búsqueda, Pablo Milstein y Norberto Ludin,continúan desarrollando la temática de los “desaparecidos”, inaugurada en Malajunta (1996). De los “desaparecidos de la dictadura”, a los “desaparecidos de la democracia”; de los “desaparecidos sin nombre, a los desaparecidos cuyos nombres devienen en emblemas de sus propias búsquedas; de los “desaparecidos”, a las “desaparecidas”. Podría haber sugerido que en este gesto de particularización se develan las preocupaciones éticas y estéticas de los realizadores. Pero me pareció insuficiente.
También podría haber analizado el papel de la iluminación, de los encuadres y de los escenarios escogidos por la producción, en función del tono narrativo que el documental propone. Incluso, la obstinada fragmentación formal en capítulos, respecto de la cual no estoy muy seguro de que se trate de la mejor estrategia retórica. Pude haber hecho esto, pero me pareció mezquino, en el mejor de los casos.
Preferí en su lugar, referir mis impresiones (subjetivísimas, seguramente) sobre el objeto que allí se está documentando, y con el cual el documentalista pretende fascinar a su espectador. Sobre aquello que, según la instancia enunciativa, vale la pena ser nombrado con imágenes, para que se trascienda el puro silencio de las palabras.
Siento verdaderamente que el film no trata sobre Marita Verón, o de su secuestro, de la incertidumbre actual respecto de su paradero, de la policía inoperante o sencillamente corrupta. Ni siquiera creo que trata las injustas desigualdades que padecemos los argentinos en relación con la aplicación y eficiencia diferencial de las leyes. Al contrario, pienso que el título refiere menos al objeto buscado que al sujeto que ha ido autoproduciéndose como consecuencia de esa misma búsqueda.
Se trata, sin lugar a dudas, de Susana Trimarco. De esa mujer, doblemente madre, y cientos de veces madre, en cada acto en el que recupera del infierno a alguna muchacha que ha sido secuestrada, prostituida y drogada, como su hija. De todas esas hijas que no son sus hijas. De esa mujer que siendo abuela ha devenido trágicamente madre.
Si tuviese que destacar un momento del relato, diría que uno de los más conmovedores sucede cuando en una de las entrevistas ella dice: “ya no le tengo miedo a nada”. Creo, sin embargo, que ella sí tiene miedo; está profundamente comprometida con ese miedo. Un miedo esencial: el miedo a la insignificancia, a la deshumanización y a la pérdida gradual del sentido.
Kant, en su estudio sobre la moral, sostuvo que sólo llegamos a elevarnos a la categoría suprema de la dignidad cuando nos admitimos como seres humanos, es decir, cuando asumimos la humanidad en nosotros y cuando obramos en su nombre. Pero asumir esta humanidad implica buscar el sentido no sólo de nuestra existencia como sujetos singulares, sino de nuestra existencia socializada en los otros y por los otros.
Según esta interpretación, Susana Trimarco no busca encontrar a Marita Verón, sino que, buscando a su hija y a otras hijas, anhela reencontrarse con un sentido que le ha sido arrancado brutalmente. Es la humanidad en ella la que se niega a aceptar la insignificancia. Y es precisamente esa humanidad fundamental la que ella ha ido hallando en cada fragmento de su búsqueda.
Esa es la propuesta y la apuesta del relato: una oportunidad de conocer a quien se resiste al sinsentido. Una excelente invitación de volver a sentirnos humanos en la carne revolucionada de su propia humanidad.