La ley del deseo
Estupefactos, los rabinos del tribunal que dirime los casos de divorcio, reaccionan ante la negativa de Elisha - Simon Abkarian- cada vez que parece llegar a convencerse y darle el divorcio a su esposa Viviane –Ronit Elkabetz-, mientras los abogados de ambas partes se trenzan en duelos dialécticos para darle sentido al absurdo caso de los Amsalem.
Y así de estupefacto queda el espectador al ocupar otro banquillo y tener que jugar el rol de juez y parte en esta última entrega de la saga dirigida por la pareja de hermanos Ronit y Shlomi Elkabetz, quienes comenzaran con To Take A Wife -2005- para proseguir con Shiva -2008-.
La película no se abrirá bajo ningún concepto a la idea de bajar línea o caer en una reiterativa didáctica para adentrarse en el drama de la protagonista, interpretada con soberbia por la codirectora Ronit Elkabetz, quien le exige el divorcio a su esposo y no tiene otro remedio que recurrir al tribunal rabínico porque en Israel tanto el matrimonio como la separación pertenecen a la esfera religiosa.
Sin embargo, lejos de llegar a conmover al tribunal, la lenta agonía que implica para Viviane un matrimonio de 30 años se le vuelve en contra, como bumerang, en primera por el incipiente machismo que perdura en la comunidad judía y por otro desde el punto de vista religioso en su faz más ortodoxa, donde la libertad y el libre albedrío quedan sepultados por la letra sagrada.
La puesta de cámara absolutamente funcional para despojar al film de la impronta teatral pese a no incorporar otra locación que el tribunal propiamente dicho, busca impregnar de dinamismo el proceso tedioso y las vicisitudes que acontecen puertas adentro con un desfile de testigos variopintos que por momentos exasperan a Viviane o al propio conjunto de jueces.
Toda la película se vive a través de la fibra emocional más que por el duelo dialéctico y las argumentaciones que escapan al sentido común, porque la premisa del juicio es clara y sin fisuras para abrir el debate: Viviane quiere el divorcio porque no ama a Elisha, porque el destrato constante de su esposo, el ninguneo de su rol como esposa eclosiona tras décadas de padecimiento en el que Elisha demostró su constante indiferencia y falta de amor, no así el cumplimiento a rajatabla de todos los preceptos religiosos que marcan la diferencia entre lo que es kosher y no.
Los puntos de vista guardan correspondencia con los planos que un montaje ágil disemina a lo largo de la extenuante hora y 55 minutos, donde el espectador respira la viciada atmósfera de nulidad de todo argumento racional y trata de entablar una empatía con un personaje que por su actitud egoísta se hace odiar. No se puede encontrar en Elisha un rasgo de humanidad más que el desprecio hacia Viviane, camuflado en sus obligaciones como hombre proveedor, padre de cuatro hijos y esposo, que jamás levantó la mano como correctivo por los desplantes durante la convivencia.
Para subrayar el entramado absurdo, los directores apelan al humor desde la caricatura de los testigos y por momentos sobrevuela en algunos personajes la sobreactuación en contraste con la medida performance de la codirectora, quien maneja a la perfección los gestos, los imperceptibles cambios corporales y la mezcla constante de emociones que van de la rabia contenida a la impotencia angustiante, pasando por matices que a veces se resuelven en un silencio que se impone frente a tantas palabras vacías.
Gett, El divorcio de Viviane Amsalem -2014-, no hace otra cosa que hablar sobre la libertad; sobre las cadenas que atan a las tradiciones y a las religiones de manera universal, pero sobre todas las cosas, de una ley invisible: la ley del deseo.