Una película con un objetivo preciso y una puesta en escena a la altura de las circunstancias.
Los personajes principales ya existían en dos películas precedentes: To Take a Wife (2004) y The Seven Days (2008). En el primer filme, Viviane deseaba abandonar un matrimonio de 20 años con Elisha. En el segundo, los cónyuges ya estaban separados. En este último filme, cierre de esta trilogía sobre el lugar de la mujer en la sociedad israelí, tras una separación fáctica de años, Viviana va a juicio para conseguir su divorcio. El título es preciso y no conlleva sorpresas, lo inimaginable es el cómo y su contexto.
El Estado de Israel es, en cierto sentido y a pesar de las excepciones del caso, un Estado confesional; solamente así pueden entenderse algunas de sus leyes. Una evidencia irrefutable: el matrimonio civil es inexistente. Esto explica la razón por la cual los tres letrados que tendrán la misión de declarar la nulidad del matrimonio de Viviane en el filme son rabinos. Solamente los intérpretes de la Torá pueden entrever la pertinencia de la capitulación de la unión entre un hombre y una mujer. No hace falta ser adivino para imaginar que en ese marco conceptual el lugar de la mujer dista de ser privilegiado. El hombre es un sol, la mujer un satélite sin luz.
Gett: El divorcio de Viviane Amsalem transcurre íntegramente en un juzgado de Haifa. El espacio es el mismo casi siempre, no el tiempo del relato. Desde que se inicia el juicio pasarán 5 años, cronología de una retahíla de argumentos en contra del deseo de la mujer –y las refutaciones pertinentes de su defensa–, que es también un ejercicio de paciencia para Viviane y su abogado, no así para el espectador. Cada argumento desnuda el entramado de una mentalidad: el lugar del sexo, el dinero, la fidelidad, la maternidad, la amistad, en este orden simbólico, resulta antropológicamente fascinante para quien esté lejos de él, y sin duda agobiante para quien tenga que obedecer y actuar en él.
El mérito de los hermanos Ronit y Shlomi Elkabetz no pasa exclusivamente por exteriorizar el funcionamiento de una mentalidad y, en este caso, de las formas jurídicas con las que se interpreta la justicia de un deseo y un contrato nupcial. El gran obstáculo de los directores reside en desteatralizar la puesta en escena. Sucede que un único espacio dramático puede remitir a una función de teatro. A excepción de un glorioso travelling al ras del piso en el final, los planos fijos y la precisión de la posición de los encuadres desestima cualquier acusación de teatro filmado. Véase el trabajo manifiesto para connotar la mirada de los cónyuges. Lo que permite decir algo más de una virtud difusa pero admirable de este filme: la argumentación no expone una psicología, sino una mentalidad. Lo que pasa en la cabeza de los personajes se ve y se intuye, no se dice ni se declama.
El género jurídico en el cine es siempre estimulante. Más todavía cuando este género que ha sido prácticamente codificado por un estilo que proviene de California encuentra una vía de escape en su representación. La austeridad estética no es indigencia, sino pura inteligencia. Nada de música y subrayados; ninguna lección de moral para memorizar. Una película justa, simplemente.
Esta crítica fue publicada con otro título en el diario La voz del interior en el mes de noviembre 2015