“Quedan pocas imágenes”, dice Werner Herzog en esa perfecta escena de Tokio-Ga en la que él y Wim Wenders se encuentran en el mirador de la Torre de Tokio. “Observando el panorama desde aquí, sólo se ven los edificios. Las imágenes ya no son posibles. Tendría que ser arqueólogo y excavar con una pala para lograr encontrar algo en este paisaje agredido”. El enojo de Herzog crece mientras la ciudad desde lo alto parece un tetris de cemento que se resuelve en piloto automático, sin vértigo. “Necesitamos imágenes que estén en armonía con nuestra civilización y nuestra intimidad más profunda”, reclama el director de Fitzcarraldo, y así comienza a embalarse y asegura que para hallar esas imágenes se iría a filmar a Marte o a Saturno si una nave espacial lo llevara. En ese instante Tokio deja de importarnos porque es el mismo Herzog, su megalomanía, lo que llama la atención de Wenders. ¿Pero qué busca su paisano? ¿Acaso el Japón moderno no es un claro producto de “nuestra civilización”? Herzog sigue en la suya: “Se debe ascender una montaña de 8.000 metros para encontrar imágenes limpias, claras y transparentes. Aquí no hay más nada.” Lejos de subir, Wenders decide dejar a su amigo y bajar de la torre. Aún hay mucho por descubrir en el llano.
Por suerte Herzog se dedicó a explorar cumbres, hielos, cuevas y océanos y nunca dejó de regalarnos esas imágenes que él anhelaba. Existen. Están ahí. Y es evidente, por otro lado, que en su diagnóstico agorero el director se refería específicamente a los daños que el capitalismo le provoca al paisaje. Si bien al escucharlo sabemos que el planeta no puede reducirse a ese pedacito de Tokio, resulta inevitable sintonizar con su nostalgia por todo eso que hoy ya no podemos ver. Son demasiadas las imágenes que resignamos por ser bichos urbanos. Aquí es donde un film como Girimunho se convierte en un preciado tesoro, como también lo son Alamar, La Tigra-Chaco, Le quattro volte y Border (la del búfalo en Armenia), por nombrar solo algunas obras vistas en los últimos dos años. Ante estas películas uno cree palpar esa "pureza" que tanto obsesiona al realizador de Aguirre. El problema es que la pureza prácticamente no se puede explicar. Como la magia.
La sabia afabilidad de Girimunho me llevó a Ozu y de allí a Wenders. Sepan disculpar esta larga digresión que sólo intenta intuir cuáles podrían ser hoy nuestras imágenes necesarias. O prioritarias. O esenciales. Girimunho es a la vez documento y fantasía. Un Brasil de una paz desconocida, un paraíso de música y sol en donde un hombre puede volver de la muerte hecho fantasma porque adora trabajar en su taller y no quiere abandonarlo. “Sólo una vez lloré, hace mucho tiempo”, dice Bastu, la abuela protagonista de film, y le creemos. Y justo cuando la ficción está a punto de transformarse en un sueño hermoso pero imposible, Bastu saca un arma de un cajón y confiesa su pasado de pistolera, y entonces la historia aterriza en lo real, por esa manía instintiva que nos hace asociar lo real únicamente con la violencia. Más tarde un nieto de Bastu llevará el arma a la ciudad para venderla como si fuera una reliquia, un objeto curioso que ya no cumple función alguna en este mundo. Entonces dan ganas de pensar que Girimunho es una película futurista, y recién ahí nos cae la ficha que Herzog nos pedía: la única imagen verdaderamente universal e imprescindible es la de la utopía.