Calma ancestral no apta para público ansioso
Esta película puede ser un deleite inefable para unos, y motivo de una buena y profunda siesta para otros, y en ambos casos por la misma razón: la placidez ancestral que se desprende de sus imágenes y sus criaturas, registradas en uno de esos pueblos perdidos en el tiempo y en los montes, pueblos de viejos, donde todo transcurre en calma y las puertas permanecen abiertas sin problema. Apenas hay unos pocos jóvenes, también calmos, y muy de vez en cuando una noche de fiesta.
La acción, si así puede llamarse, transcurre a las orillas del rio San Francisco, en el norte de Minas Gerais.
Allí pasa sus días una viuda octogenaria, con la cercanía de quienes la aprecian y también la cercanía del espíritu del finado, que en cierto modo no la abandona. Nadie tiene mucho que hacer y casi nadie hace nada, salvo pasar el tiempo, charlar despacio, lanzar al aire un canto que viene de quién sabe qué abuelos, sentarse al fresco de la noche, fantasear un poco, preparar un viaje.
"El tiempo no para. Quien para somos nosotros", reflexiona la vieja. Pero como algo natural, distinto al dramatismo de la portuguesa Argentina Santos cuando canta aquel fado que empieza pidiendo "Volta atrás, vida vivida", y culmina con la misma constatación: "Meu Deus, como o tempo passa / dizemos de quando em quando. / Afinal, o tempo fica (queda)/ A gente é que vai passando".