Heidi

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

Brillante trabajo de dirección y de una debutante carismática pequeña actriz

Era hora de una visita cinematográfica al cuento clásico de Johanna Spyri porque sin dudas es junto con el personaje de Dorothy, en “El mago de Oz”, y tal vez la huérfana del musical “Annie”, uno de los personajes infantiles más frescos y queribles de la historia. Más allá de la versión de 1937 con Shirley Temple (un papel hecho a medida de aquel gran talento) es difícil pensar a Heidi fuera del “Animé” producido en 1974, repetido mil veces en la TV vernácula, con edición de disco de vinilo incluida, allá por 1978. Ese dibujo animado transmitía a la perfección el espíritu libre del personaje central escrito en 1880, y para los memoriosos la vara estará alta a la hora de ir al cine esta vez.
La historia, algunos más otros menos, la conocemos todos por simple traspaso generacional. Una niña huérfana llamada Heidi (Anuk Steffen) es llevada por su tía Dete (Anna Schinz) a la morada de su abuelo (Bruno Ganz) situada en los Alpes Suizos. Un lugar en donde solamente se puede construir una cabaña y la soledad. El hombre adusto y solitario no está acostumbrado a relacionarse con otros humanos, más allá de lo indispensable, lo cual lo ha vuelto alguien distante y hasta descreído de los hombres y su honorabilidad. Con semejante panorama es difícil, pero lógico, que la niña conquiste su corazón vacío.
El relato, siempre dividido en dos actos muy claros, cuenta la construcción de un vínculo a partir de contrastar inocencia con experiencia, primero, y la ruptura del mismo a partir del momento en el cual la tía vuelve a buscar a la niña para llevarla a Frankfurt, a la casa de una familia de alta alcurnia, en donde conocerá a Klara (Isabelle Ottman), otra niña algo mayor, pero inválida, en silla de ruedas.
Hay que reconocer en Alain Gsponer una habilidad para entender el cuento y su enorme riqueza de contenido. Su “Heidi” trabaja brillantemente sobre los dos universos en los que la protagonista es forzada a insertarse. El primero, el que habla de la libertad absoluta, casi en estado natural del ser humano, es el que construye a fuerza de utilizar hábilmente la imponente locación de las montañas como símbolo de la pureza. Allí vemos y vivimos el desarrollo concreto del arraigo al lugar de pertenencia. No importa cuál sea. Ese mismo, o el campo, o el barrio de uno. La geografía por imposición en la cual la gente se cría, vive, llora, mama, juega y aprende. El otro, es el contraste total. De la montaña a la casa de Klara hay un abismo, y acá se lo percibe crudamente. La casa de Klara es gigante, pero el mundo en el que Heidi se mueve lo es aún más. Porque es libre. Aquí es donde el deseo se vuelve necesidad y por ende una elección. Nadie quiere a ese viejo excepto ella. Acaso porque en la convivencia sin prejuicios es donde se encuentra una paz verdadera.
El tiempo de jugar es uno, el de crecer es otro. El destino de la niña está casi signado sino fuese por el intrínseco deseo de volver al lugar que representa la felicidad plena. Aún con sus avatares y su contexto, pero también con la vivencia de vivir la solidaridad y la amistad, con la eventualidad de tener que elegir entre un vínculo u otro. La sensación de extrañar a un ser querido también está presente aquí. ¿Quién no tiene miedo de extrañar a alguien sino está?
Los logros de esta preciosa producción arrancan por la sentida adaptación de Petra Biondina Volpe, seguida de una narración efectiva y clásica del realizador y, por supuesto, acompañada de la estupenda fotografía de Matthias Fleischer (el mismo de “Rose”, 2005), y la banda sonora de Niki Reiser. Claro, así como se habló de Shirley Temple, hay que destacar a la niña Anuk Steffen. Pocas veces podemos ver un trabajo tan espontáneo, fresco, lleno de libertad y despojado de vicios, más allá de algunas marcaciones puntuales, pero hasta en esos ojos dispersos y curiosos se respira verdadera libertad creativa. Como si Heidi hubiese esperado casi 80 años para volver a vivir. Ni hablar de la sapiencia y el control total de la escena del genial Bruno Ganz, ya instalado para siempre en la piel del abuelo. Brillante.
“Heidi” es un reencuentro con el cine de narración tradicional casi sepultada luego de “La novicia rebelde” (Robert Weis, 1965), pero además con la simple idea de bajar a tierra ese concepto del juego en la niñez y la inocencia contundente para mirar el mundo y explicarlo desde los ojos del niño. Ese que interpela con sólo estar. Ser.