Una nueva adaptación de la novela decimonónica para el nuevo siglo
La frecuente expresión “buen cine” puede ser una insidiosa justificación de un cine superficialmente reluciente pero de naturaleza pusilánime, proclive a un exhibicionismo formal que impresiona al distraído aunque siempre inescrupuloso en la apelación a fórmulas catadas que mendigan tanto por asombro como por aprobación. Eso es Heidi, una película a prueba de riesgo, resignada a ilustrar una novela decimonónica europea como si se tratara de calcar un libro en el lenguaje universal de las imágenes. Unas décadas atrás, este procedimiento tenía un nombre: cine de qualité.
Probablemente, esa forma de injuria ya no les interese ni siquiera a los críticos dispuesto a encomiar la fotografía y la sempiterna inocencia de los personajes, pero he aquí un modélico film en el que su presunta calidad proviene de la literatura, a la que el cine debe servir y subordinarse. Paradoja típica del qualité, procedimiento recurrente de maquillaje: insinuar desparpajo formal en momentos triviales y así disimular la voluntad de transcribir fielmente la página en plano.
Así, la pereza para trabajar sobre la forma cinematográfica se presiente cada vez que hay un ademán calculado: un primerísimo plano para señalar el placer de andar en patas de la heroína, un plano cenital para mostrar cualquier cosa que aporte perspicacia visual, por ejemplo, un almuerzo en la montaña; los ejemplos son muchos, pero no dejemos de recordar un pasaje ocurrente: la mayor elaboración formal consiste aquí en encontrar una continuidad sonora entre el soplido de una nariz y el sonido de una locomotora a vapor.
No es la primera vez que la novela de Johanna Spyri ha conocido su transposición. La simpática Anuk Steffen, la niña que ahora interpreta a la huérfana adoptada por su abuelo huraño que vive en los Alpes suizos, tiene algo de Shirley Temple, la famosa actriz de la primera versión de Allan Dwan, aunque pocos recuerden esa versión “original”. Para la gran mayoría el encuentro inicial de Heidi con el personaje de Pedro, el niño pastor, remitirá de inmediato a la serie de animé japonesa de 1974. Y no faltará quien espere la vieja canción que invoca la sabiduría del abuelo. Por las dudas, en vez de aquel tema musical sonarán cuerdas de todo tipo casi sin interrupción. El silencio es un enemigo de los niños, no menos que la sonoridad de los Alpes.
Sucede que Heidi es un cuento demasiado codificado para innovar, y es quizás por eso que Alan Gsponer escenifica la novela como si fuera tanto una postal de los Alpes como de nuestros recuerdos. La señorita Rottenmeier sigue siendo estirada y trivial; Clara, la niña paralítica, triste y solitaria; el padre, el señor Sesemann, un millonario inepto para los sentimientos. Ni las montañas suizas ni Frankfurt se salvan de sus semblantes de maqueta. La novela es una idea platónica, el film tan solo tiene que participar de su fulgor prestando obediencia.
Telegráficamente, además, hay que dejar constancia de algunos valores irrenunciables: los lazos de familia son esenciales, alfabetizarse resulta aún un meritorio lujo para algunos (en vías de democratizarse) y la vida en la naturaleza, si bien exige mucho al espíritu, preserva la inocencia y hasta tiene poderes curativos.
Es por eso que las apariciones de los inmensos Bruno Ganz y Hannelore Hoger, el primero, el abuelo de Heidi, la segunda, la abuela de Clara, pertenecen a otro film. Ellos son criaturas cinematográficas demasiado libres que “desentonan” con la mera ilustración del aprendizaje de la niña, tanto cuando la abandona su tía como cuando esta la vende a una familia aristocrática y sobrevive al sentimiento de desarraigo emocional. Cuando Ganz y Hoger, símbolos del cine del primer Wenders y Kluge, están presentes, las escenas adquieren una vivacidad que mitiga la falsa virginidad del ecosistema, los estudiados modales, el selecto mobiliario y la esmerada indumentaria.